lunes, 16 de mayo de 2011

El encantador de perros: capítulo 1

Sólo la luna iluminaba esa noche oscura, tenebrosa, digna de la mejor película de terror. En el campo, apenas se veía un lejano reflejo de los autos que destelleban allá, en la ruta, algunos kilómetros al sur. Al norte, se divisaba el rancho de los Gómez por el foco que dejan prendido en la puerta de la tranquera. El resto era la nada misma. Nada.
En el medio del pasto, tirado, con un hilo de sangre corriendo por su frente y un pedazo de bosta de vaca a centímetros de su cara, Ricardo Lechuga Amuchástegui duerme. En los últimos cinco minutos corrió y corrió por la noche oscura, hasta caer desmayado. Dos ovejeros alemanes que lo persiguieron desde la casa de los Gómez fueron testigos tranco a tranco de esa carrera desenfrenada. Lechuga estaba escapando de la muerte. Y también escapaba de sí mismo.
En las horas anteriores a esa corrida que derivó en el desmayo, Lechuga volvió a equivocarse de camino. "El destino pone siempre a elegir dos caminos, sólo es cuestión de saber elegir", le dijo una vez su padre, a quien apodaban en el pueblo Cebolla, porque de tan feo hacía llorar. El problema es que Ricardo, que odiaba que le digan Ricky, elegía generalmente mal. "Si no es esta, será la otra. La vida siempre da nuevas oportunidades", le repetía su madre, apodada Tomate porque era pelirroja, cuando veía a su único hijo con lágrimas en sus mejillas por un nuevo desengaño amoroso.
Algunos coleccionan estampillas. Otros, recuerdos de viajes. También hay quien guarda billetes de varios países. Lechuga coleccionaba revistas deportivas y fracasos con mujeres. Tenía una colección muy grande de cada una. Recorría esas páginas de viejos goles de su querido San Lorenzo y se emocionaba. Recorría las páginas donde anotaba las historias de amores muertos antes de nacer, y quien sabe porque, pero también se emocionaba. Será por su condición de fiel escucha de Sabina que se le pegó hasta el alma eso de "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió". Es que a Ricardo un vistazo le sobraba para sentirse enamorado. Y esos segundos duraban eternidades de felicidades. No hay medida de tiempo para los momentos felices; sólo se viven.
Lo cierto es que esta vez, antes de la corrida y antes del desmayo, Ricardo siguió sus instintos e intentó un nuevo acercamiento con la Emilse, una rubiecita de ojos color cielo, cara tierna y mirada triste, que parecía sacada de un cuento de hadas. "Parece sacada de un cuento de hadas", le dijo alguna vez a su amigo El cabezón Andrés, al que a veces llamaban Zapallo. "No es para vos. Primero, no te va a dar bola. Segundo, es la hija del comisario. ¡Te va a cagar a tiros. Anda por otro lado".
No le hizo caso. En realidad, fue la caprichosa moneda: salió cara y eso significaba que tenía que tomar el camino del intento para llegar hasta la Emilse. En realidad salió ceca, pero Lechuga se mintió a sí mismo y dio vuelta la moneda, mientras le guiñó un ojo al espejo cómplice. Lo que siguió fue una caminata hasta las afuera del pueblo, donde viven los Gómez. Después continuó, una piedrita en la ventana de la rubia de ojos color cielo, un ruido molesto y sospechoso para el comisario, y una amenaza del oficial, escopeta en mano, cuando se asomó por la puerta y lo vio a Ricardo, con impecable peinado a la gomina, con otra piedrita en la mano: "Tenés 20 segundos para desaperecer de mi vista".
Lechuga corrió más que ese puñado de segundos. Los perros del comisario lo acompañaron en su huida frenética, con la adrenalinda recorriendo su frente, justo por donde ahora la sangre manda y gobierna después de la abrupta caída. Por un largo rato, los ovejeros lo lamieron para despertarlo. Los lenguetazos lo volvieron en sí. De a poco recobró la conciencia y sus salvadores le dieron la bienvenida a la nueva vida con una serie de ladridos. Lechuga los escuchó y, de golpe, abrió rápidamente los ojos. Miró para un lado, y nada. Al otro, y nada. A lo lejos, lucecitas. Ricardo no entendía de donde venía la voz grave que le decía: "Pelotudo, ella no es para vos". Otra, menos gruesa, le recriminaba: "¿Cómo vas a tirarle piedritas en la ventana? ¡Bobo!".
Ricardo se frotó los ojos, se rascó los oidos con fuerza y se dio cuenta lo que sucedía: las voces eran de los perros. ¡Entendía que significaba guau! De repente, los perros se callaron. Lechuga los miró y les dijo: "Ya me parecía que estaba alucinando". La noche se hizo más amiga del silencio, hasta que el perro de ladrido más grueso le clavó los ojos y le contestó: "Guau, guau, guau". Ricardo no podía creerlo. El ovejero le preguntaba: "¿Te vas a quedar toda la noche ahí tirado?". Lechuga se paró y, con una alpargata menos, comenzó a caminar con la Luna iluminando sus pasos, y respondió: "Vamos para allá".

2 comentarios:

  1. Volviste (: me alegra volver a leerte. Pero este Ricardo esta bastante atormentado.
    Me queda esto de Mama Tomate; "Si no es esta, será la otra. La vida siempre da nuevas oportunidades"

    Guau,guau, guau... Vamos para allá cara bonita!

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  2. Encantador de perros? Preso de su propio destino que se convierte en artífice?

    Esta historia promente... y espero ver más encantos en los próximos capítulos.

    Besos

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