viernes, 24 de junio de 2011

El encantador de Perros 5 (zoo)

Perros. Gatos. La gran ciudad se divide en perros y gatos. Ellos se acomodan a sus dueños o vagabundean por las calles. Quien sabe cuales serán más felices. Seguramente, los que pasean con cadena enviadarán la libertad de los que andan sueltos en la calle. Seguramente, los sueltos enviadarán a los que tienen siempre un plato de comida caliente cuando la panza cruje. Los hombres siempre quieren lo que no tienen. Los perros y los gatos, es posible que también.
Perros. Las ciudades chicas, los pueblos perdidos en el tiempo, son dominados por los perros. En la estación de micro, donde van y vienen almas que buscan destinos perdidos, siempre hay perros que ladran las partidas y mueven la cola en las llegadas. Como dando bienvenidas; como celebrando las partidas.
Ricardo Amuchástegui quería alejarse de los ladridos. Tenía un don y ese don lo atormentaba. Las virtudes no son tales sino se las sabe aprovechar. Y, a veces, se corre el riesgo de que se produzca una metamorfosis y se conviertan en defectos. Lechuga no sabía que hacer con ese don de entender el significado del guau. Hasta que una noche, pensando en la nada mientras miraba la trasnoche de Animal Planet, pensó: "¿Serán solo los perros?".
Al día siguiente, bien temprano, fue a la Terminal. Se puso tapones en los oídos para no escuchar los ladridos. Pidió uno para la capital, de ahí tomó un colectivo derecho de Retiro al Zoo, compró el pasaporte e ingresó. Primero los patos, después los osos, los elefantes, los leones, los monos, las jirafas. Cada animal emitía su sonido, y Ricardo lo escuchaba como si fuera música de la más bella naturaleza. No había nada más que eso, el ruido. O el silencio. A veces el ruido es silencio. A veces el silencio es ruido.
Llegó a la puerta de Libertador tras recorrer todo el predio. Feliz, encaró directo a la salida. Suspiró y se dijo: misión cumplida. Su don (o no don) se reducía solo a los perros. Cruzó la reja y justo, en ese instante, pasó por delante suyo un paseador de perros con 20 riendas.
El miedo invadió el cuerpo de Lechuga. Fue un momento que duró una eternidad, con la tensión de los momentos que duran eternidades. Los perros pasaron en silencio. Ricardo reaccionó de dos maneras. Primero río con alivio. Luego, se preguntó: "¿Por qué no habrán ladrado? ¿Me tendrán miedo ellos a mí porque saben que los entiendo?".
Corrió a Retiro, sacó el primer pasaje para su pueblito querido, llegó a la estación, bajó sin tapones en los oídos y suspiró aliviado cuando un perro sin raza le ladraba y le decía: "Bienvenido a casa".

martes, 14 de junio de 2011

El encantador de perros: 4 (El Mudo)

"Todos los hombres tenemos dudas. Siempre. No es malo tener dudas, porque lo bueno es que permiten encontrar respuestas". Una madrugada perdida en el bar del pueblo, papá cebolla le había dejado esas palabras grabadas en el oído a su hijo Ricardo Lechuga Amuchástegui. Eran tiempos donde la adolescencia no quería irse, pero el hombre que llevaba dentro inevitablemente le golpeaba la puerta con ímpetu.
Desde ese día, Ricardo no le teme a las dudas. Es más: las respeta. El proceso es sistemático: aparecen, las enfrenta, se libra una pulseada fervorosa y, por último, llega la idea que triunfa. Entonces, Ricardo se siente liberado. Mamá tomate ya conoce su sonrisa aliviadora después de esa rutina. "Ganaste", le dice cuando percibe que Ricardo logró resolver alguna encrucijada de esas que se enroscan en el alma y no encuentran la salida del laberinto.
Pero esta vez, la duda lo carcomía más que nunca. "¿Puedo entender lo que me dicen los perros? ¿Cómo es que comprendo cuando me dicen guau? ¿Será fantasía? ¿Será realidad? ¿Seré un genio o me estaré volviendo loco? ¿O las dos cosas?". Las preguntas brotaban como agua de cascada u quedaban estancadas abajo, en el arroyo interior que no lleva a ninguna parte.
Ricardo necesitaba compartir su realidad, pero no encontraba con quien. Sus amigos no lo entenderían. Sus padres menos. Pensó en un psicólogo, pero recordó que el espcialista del pueblo de al lado tiene un perro: un pit-bull llamado Freud, con cara de malo y ladrido furioso. "A ver si voy y el perro me analiza con un simple guau", pensó. Idea descartada.
Entonces recordó a su ex compañero de secundaria, el Mudo Gomas. En dos años nadie le conoció la voz en el curso. Por eso lo llamaban mudo. Hasta que un día, cuando terminaba segundo año, en una fiesta de 15, sorprendió a todos. El disc-jockey hizo un silencio inoportuno justo cuando el Mudo le decía a Ricardo: "Viste que gomas tiene la prima de la del cumpleaños. Que gomas. ¡Que gomas!".
El Mudo vivía en las afueras del pueblo, en una casita a unos 300 metros de la ruta, a la que se llegaba por un camino de tierra y piedras, solo caminando. Quien sabe porqué, a Ricardo le gustaba visitarlo de vez en cuando. Bah, en realidad, es sabido porque: le gustaba sentirse escuchado. Y eso es lo mejor que hacía el Mudo: escuchar.
-Mudito, tengo un problema. Puedo entender lo que me dicen los perros. En serio, comprendo cuando me dicen guau.
El Mudo no reía. Nunca. Pero esa vez, no aguantó y lanzó una carcajada.
-No seas boludo, ayudame. No sé que hacer.
El Mudo seguía riendo. Cuando paró, cinco minutos después, le dijo: "A ver, hagamos una prueba". Lanzó un chiflido al viento y rápido apareció Bernardo, su boxer. "Bernardo, decile algo al amigo Lechuga", le pidió el Mudo a su perro. Siguieron dos ladridos cortos y uno largo.
-A ver, ¿qué dijo?, inquirió el Mudo
-Me pidó algo.
-No me digas, en serio.
-Sí.
-¿Qué te pidió?
-Que te diga algo.
-¿Qué cosa?
-Que te diga que dejes de llorar por las noches, que esta vida no es vida así. Que hagas cosas que te gusten, que pruebes, que intentes, que salgas, que te ciagas y te levantes.
El Mudo se puso a llorar desconsoladamente. Ricardo le dio un abrazo y se fue despacito por el camino de tierra. A los pocos metros, Bernando ladró. "Dice que tiene hambre, Mudo". Y siguió hasta la ruta con las dudas todavía sin resolver.