sábado, 29 de junio de 2013

Cuentos puros: ensaladas y flanes




“No puedo más”, gritó bien fuerte en la penumbra de su habitación. La cama extrañamente deshecha. El gato, testigo involuntario del caos, maullando para salir de esa habitación en busca de más comida. Dos camisas tiradas, tres pantalones y algunos papeles de chocolate. Bombachas y corpiños como tapetes. Cadáveres varios: una botella de whisky, múltiples colillas de cigarrillos y de porros manchados con fino rojo labial.
“No puedo más”, se repetía una y otra vez como quien busca en las esquinas del sufrir los límites para resurgir. Nunca los encontró. Desdoblaba su vida entre exigencias, responsabilidad y excesos. Más y más. De todo  más. Nunca le gustó esa ensalada, pero tampoco quiso pedirle otro plato a su mozo imaginario. No hay caso: los postres tardan en venir.
Para peor, el pasado cumplía al pie de la letra con lo que tiene que hacer en casos así: atormentaba. Con fuerza. Impiadoso. Porque un buen pasado es impiadoso. En realidad, más cruel que impiadoso. El orden de los factores altera el producto.
“No puedo más”. Nunca vociferaba esas tres palabras al universo. Pero las decía a cada paso, en cada gesto. A veces no hace falta hablar para hablar. Sus auriculares destilaban ruidos de guitarras, baterías y las tres apestosas palabras de siempre que parecían encajar en la métrica de cada canción.
“No puedo más”, gritó esa vez con toda su fuerza interior. Su gato no estaba con ella. No había corpiños desparramados ni cadáveres etílicos. Abrió los ojos y sintió sobre sus hombros la insoportable presión de todas las miradas del vagón del subte. En la siguiente estación se bajó. No tenía idea cual era. Era lo que menos importaba. Daba lo mismo si estaba en Plutón o en Carlos Pellegrini. Ya había tenido esa misma duda muchas veces.
Corrió a los tropiezos, encontró un banco y se sentó a llorar desconsoladamente como hacía mucho no lo hacía. Como hace mucho no se lo permitía. Sus espasmos se detuvieron cuando escuchó una voz suave que le sugería: “¿Querés un postre? Algo dulce te hará bien”. Sin dejar de llorar, contestó: “¿Y vos quién sos? ¿Por qué estás así vestido? ¿Qué onda?”. “Tu mozo imaginario. Estoy vestido de mozo, ¿no ves? ¿Flan o ensalada de frutas? ¿Qué preferís?”. “Nada, todavía tengo en el paladar el gusto de la ensalada del mediodía. Es más, vivo con ese asqueroso gusto a ensalada en el paladar”.
Cerró los ojos por unos segundos para tomar fuerza para el suspiro más largo de su vida. Cuando los abrió, no había más mozo. Buscó una mirada cómplice, pero nada. Estaba sola en el andén. Como siempre: sola de sus soledades.
Salió a la calle, caminó 10 cuadras para aquí y otras tantas para allá. Se paró en una esquina sin nombre ni apellido. Miró para atrás y un bar de mala muerte la invitaba a entrar. Se limpió la última lágrima que le quedaba, llamó al mozo y pidió: “Una ensalada completa. Y un flan”. “¿Solo, con dulce o con crema?”. “Como usted quiera”.


Einstein

Einstein decía que la locura consiste en hacer siempre lo mismo y esperar resultados distintos. Por algo fue un genio.

domingo, 23 de junio de 2013

Cuentos puros: Ser feliz



La caótica Buenos Aires le carcomía la paciencia una vez más. A la hora del regreso, el tránsito de la Avenida Córdoba lo envolvía en su telaraña mortal. Los bocinazos tapaban las noticias que escupía la radio. Nada nuevo bajo el sol: que la política, que los trenes, que las violaciones. La rutina de un país bipolar que cambia su foco de atención con demasiada ligereza.
Esta vez su alma no le pedía las canciones tristes que acompañaran el viaje. Ni alegres. No le pedía nada más que letargo. Los ojos perdidos en el auto de adelante y, más allá, el puente. El puente de siempre, esa mole de cemento gris decorada por decenas de juramentos de amor que quien sabe si tangueramente luego fueron traiciones. "María y Juan, para siempre…", se destacaba por sobre los otros uno de letras rojas. "¿Cuánto es para siempre?", se preguntaba mientras era gobernado por su tediosa rutina del anochecer. "Ser feliz?", leyó en otra pintada, pero no alcanzó a descifrar lo que estaba escrito delante de esas dos palabras. "Ser feliz? Quién puede escribir eso? Y porqué?..."
Paso todo el día siguiente diciéndose una y 100 veces: "La pintada del puente. La pintada del puente". Pero ese viernes, justo en el momento del anochecer, su mente viajó hasta un viejo amor. Y cuando volvió, era tarde. Siempre es tarde. "¡Puta madre, el puente!", refunfuñó dos cuadras después. Quiso parar, pero se lo devoró un concierto de bocinazos e insultos que lo obligaron a abrzarse a la rutina de seguir para adelante sin desviar la vista del rebaño.
El fin de semana se fue como arena en los dedos. Igualita sensación de haberlo tenido todo y quedarse sin nada. El lunes no podía fallar: se ató un pañuelo en la muñeca, se hizo un nudo con un hilo en un dedo y puso un cartel bien grande en el espejo del auto: "Puente". Imposible olvidarse. Una cuadra antes bajó de 10 a 5 la velocidad del auto. Sus ojos fijos en la mole de cemento gris y el mensaje completo: "Querés tener razón o ser feliz?".
La frase le repiqueteó en la cabeza mucho tiempo. Su significado lo había atrapado tanto como para convertirse en un ley motiv de su vida. Intentaba aplicar esa disyuntiva en cada una de sus caminatas por la cornisa. Y se repetía: "Ser feliz". Una y otra vez. Siempre le agradecía el aprendizaje a esa alma que, quien sabe cuando, se subió a una escalera y le dio inmortalidad a esas seis palabras y ese signo con forma de garabato.
Más de una vez se preguntó quién habrá sido. Imaginaba miles de historias de posibles personajes. Un hombre con el corazón destrozado. Un discípulo de alguna secta religiosa. Un borracho incurable de esos que entonan verdades entremedio de cada sorbo. Una vieja que volvía de un supermercado. Una hermosa mujer capaz de desestabilizar cualquier universo…
Cada regreso se había transformado en un culto. Elegía una canción por día y cinco cuadras antes del puente la ponía bien fuerte, como tributo a la frase y al autor anónimo. Un jueves, mientras Carlos Solari cantaba eso de que “el futuro ya llegó”, vio a lo lejos colores distintos en la mole de cemento. De cerca, la confirmación: habían pintado el puente de un horrible verde manzana. Frenó su auto en medio de la Avenida Córdoba, lloró de impotencia y luego se agarró a piñas con un pendejo del súper Peugeot que le tocó un bocinazo más de lo que su paciencia estaba dispuesta a soportar aquel atardecer.
Consiguió una escalera prestada, compró de urgencia 5 kilos de pintura, y esa misma noche condujo hasta el puente. Dejó el auto en medio de la Avenida, subió los peldaños de madera que amenazaban con ceder, y comenzó: primero la Q. La U, la E, la R… Iba por la letra i cuando una moto tocó la base de la escalera. No hubo forma de detener la caída. El pavimento lo recibió con toda su dureza. La ambulancia tardó 10 minutos en llegar. La enfermera le tomó la cabeza. Vio que entreabría los ojos. “¿Estás bien?”, le preguntó. Su mirada buscó el puente. Vio que la zeta estaba escrita. Y hasta el signo de pregunta. “Sí”, respondió. Inmediatamente se desmayó.

sábado, 15 de junio de 2013

Herencia



La rutina telefónica se repetía siempre. Idéntica, calcada, inalterable. Primero, el reclamo típico: "¿Cómo era que te llamabas? No venís nunca, mandame una foto tuya". Después llegaba el segundo tema de conversación. Entonces, se cambiaba el singular por el plural. Y decía: "Ganamos". O sino: "Empatamos". O a veces: "Perdimos". El nosotros estaba tácito, no era necesario nombrarlo. El lugar de pertenencia estaba muy claro.
No hace falta forzar la memoria buscando el día en que juramentamos ese vínculo de amor eterno por el color. "Los hijos tienen que ser del mismo equipo que el padre", dijo una vez. Es mandato. Es herencia. Y así fue.
Como pantallazos fugaces invaden recuerdos del pasado. Emotivos, muchos. Bizarros, otros. Un partido contra Altos Hornos Zapla, por ejemplo, correteando por la tribuna de cemento visitante de largos escalones, sin darle bola a lo que hacían los 22 tipos adentro de la cancha, y escuchando la voz del Viejo que tenía un ojo puesto en el partido y otro en las travesuras: "Despacio, te vas a golpear", advertía. "Gol", gritaba después.
Van poquito más de dos años sin esos "ganamos", "empatamos" o "perdimos". Además del color, se heredó la creencia que la vida es esta, es una, y después no hay cielo, ni reencarnación, ni nada más. Cenizas, gusanos y a otra cosa. Por eso, hoy no nace la fantasía de buscarlo en algún lugar del firmamento y hablar del dolor. Sólo queda el consuelo de saber que este dolor no lo sufrirá él. Tranquilo, viejo, yo lo sufro por los dos. Es herencia.