miércoles, 28 de septiembre de 2011

El encantador de perros 6 (Patito)

Por dónde empezar. Por dónde seguir. Qué mirar para atrás. Qué esperar más adelante. Encrucijadas que el viento le soplaba al oído a Ricardo Lechuga Amuchástegui. Se sabe, el viento suele soplar esas dudas, que revolotean por el aire y caen de la nada en la vida de cualquiera de nosotros.
La cabeza iba y venía. Dudas. Certezas. Pasar los hojas del pasado y tratar de preguntarle al destino cómo están escritas las que vienen. Pero no, el destino es malo y egoista y nunca comparte sus secretos. Tal vez, lo mejor ya pasó. Tal vez, esté por venir. Tal vez haya estado en un cine. Tal vez esté a la vuelta de la esquina.
Lechuga era amigo de los pensamientos. Pensaba y pensaba, quizá por el aburrimiento. A veces llegaba a alguna conclusión. Otras, no. Aunque se quiera, no siempre se llega. Esa noche, como tantas, eligió tomar la avenida principal del pueblo rumbo norte, hasta donde la calle se hace ruta, y la ruta se hace noche.
Era una noche de miércoles. Por el día. Por la esencia. Y cuando las piernas ya le rezongaban tanta caminata rumbo a la nada, el destino le hizo un guiño a su soledad. Cuatro patas, un hocico manchado, pelo marrón claro tirando a rubión, y unos ojos tristes de tanto andar. "Uy, no, lo que me faltaba, otro diálogo con un perro. Me voy a volver loco. No quiero más perros que me hablen".
El perro, callejero, lo miró, lo olfateó, y siguió sus pasos sin siquiera chistar. En silencio, el más absoluto silencio, caminaron un buen rato. Lechuga pegó la vuelta. El perro, de raza callejera, decidió acompañarlo. Allá, a lo lejos, el sol pedía permiso para comenzar su trabajo de todos los días. Ricardo no aguantó más y, a un costado de la ruta, se tiró en el pasto a esperar el amanecer.
-Yo también voy a tirarme un rato. Estoy cansado de andar y andar, le dijo el can.
-Dale...
-Dale...
-¿Cómo te llamás?
-Patito.
-¿Qué?
-Sí, Patito. Es una larga historia...
-Bueno, cada uno tiene el nombre que le toca. ¿Querés decirme algo antes de seguir caminando?, le preguntó Lechuga .
-Sí. Cuando se deja todo en la cancha, cuando se jugó el partido con el corazón, las jugadas lindas siempre sobreviven en la memoria. Siempre. Aunque duela la derrota del partido.
-¿Qué? No te entiendo.
-Se lo dije al viento. El sabe soplar las palabras hacia los odios que correspondan. ¿Seguimos caminando?
-Sí, sigamos...

viernes, 24 de junio de 2011

El encantador de Perros 5 (zoo)

Perros. Gatos. La gran ciudad se divide en perros y gatos. Ellos se acomodan a sus dueños o vagabundean por las calles. Quien sabe cuales serán más felices. Seguramente, los que pasean con cadena enviadarán la libertad de los que andan sueltos en la calle. Seguramente, los sueltos enviadarán a los que tienen siempre un plato de comida caliente cuando la panza cruje. Los hombres siempre quieren lo que no tienen. Los perros y los gatos, es posible que también.
Perros. Las ciudades chicas, los pueblos perdidos en el tiempo, son dominados por los perros. En la estación de micro, donde van y vienen almas que buscan destinos perdidos, siempre hay perros que ladran las partidas y mueven la cola en las llegadas. Como dando bienvenidas; como celebrando las partidas.
Ricardo Amuchástegui quería alejarse de los ladridos. Tenía un don y ese don lo atormentaba. Las virtudes no son tales sino se las sabe aprovechar. Y, a veces, se corre el riesgo de que se produzca una metamorfosis y se conviertan en defectos. Lechuga no sabía que hacer con ese don de entender el significado del guau. Hasta que una noche, pensando en la nada mientras miraba la trasnoche de Animal Planet, pensó: "¿Serán solo los perros?".
Al día siguiente, bien temprano, fue a la Terminal. Se puso tapones en los oídos para no escuchar los ladridos. Pidió uno para la capital, de ahí tomó un colectivo derecho de Retiro al Zoo, compró el pasaporte e ingresó. Primero los patos, después los osos, los elefantes, los leones, los monos, las jirafas. Cada animal emitía su sonido, y Ricardo lo escuchaba como si fuera música de la más bella naturaleza. No había nada más que eso, el ruido. O el silencio. A veces el ruido es silencio. A veces el silencio es ruido.
Llegó a la puerta de Libertador tras recorrer todo el predio. Feliz, encaró directo a la salida. Suspiró y se dijo: misión cumplida. Su don (o no don) se reducía solo a los perros. Cruzó la reja y justo, en ese instante, pasó por delante suyo un paseador de perros con 20 riendas.
El miedo invadió el cuerpo de Lechuga. Fue un momento que duró una eternidad, con la tensión de los momentos que duran eternidades. Los perros pasaron en silencio. Ricardo reaccionó de dos maneras. Primero río con alivio. Luego, se preguntó: "¿Por qué no habrán ladrado? ¿Me tendrán miedo ellos a mí porque saben que los entiendo?".
Corrió a Retiro, sacó el primer pasaje para su pueblito querido, llegó a la estación, bajó sin tapones en los oídos y suspiró aliviado cuando un perro sin raza le ladraba y le decía: "Bienvenido a casa".

martes, 14 de junio de 2011

El encantador de perros: 4 (El Mudo)

"Todos los hombres tenemos dudas. Siempre. No es malo tener dudas, porque lo bueno es que permiten encontrar respuestas". Una madrugada perdida en el bar del pueblo, papá cebolla le había dejado esas palabras grabadas en el oído a su hijo Ricardo Lechuga Amuchástegui. Eran tiempos donde la adolescencia no quería irse, pero el hombre que llevaba dentro inevitablemente le golpeaba la puerta con ímpetu.
Desde ese día, Ricardo no le teme a las dudas. Es más: las respeta. El proceso es sistemático: aparecen, las enfrenta, se libra una pulseada fervorosa y, por último, llega la idea que triunfa. Entonces, Ricardo se siente liberado. Mamá tomate ya conoce su sonrisa aliviadora después de esa rutina. "Ganaste", le dice cuando percibe que Ricardo logró resolver alguna encrucijada de esas que se enroscan en el alma y no encuentran la salida del laberinto.
Pero esta vez, la duda lo carcomía más que nunca. "¿Puedo entender lo que me dicen los perros? ¿Cómo es que comprendo cuando me dicen guau? ¿Será fantasía? ¿Será realidad? ¿Seré un genio o me estaré volviendo loco? ¿O las dos cosas?". Las preguntas brotaban como agua de cascada u quedaban estancadas abajo, en el arroyo interior que no lleva a ninguna parte.
Ricardo necesitaba compartir su realidad, pero no encontraba con quien. Sus amigos no lo entenderían. Sus padres menos. Pensó en un psicólogo, pero recordó que el espcialista del pueblo de al lado tiene un perro: un pit-bull llamado Freud, con cara de malo y ladrido furioso. "A ver si voy y el perro me analiza con un simple guau", pensó. Idea descartada.
Entonces recordó a su ex compañero de secundaria, el Mudo Gomas. En dos años nadie le conoció la voz en el curso. Por eso lo llamaban mudo. Hasta que un día, cuando terminaba segundo año, en una fiesta de 15, sorprendió a todos. El disc-jockey hizo un silencio inoportuno justo cuando el Mudo le decía a Ricardo: "Viste que gomas tiene la prima de la del cumpleaños. Que gomas. ¡Que gomas!".
El Mudo vivía en las afueras del pueblo, en una casita a unos 300 metros de la ruta, a la que se llegaba por un camino de tierra y piedras, solo caminando. Quien sabe porqué, a Ricardo le gustaba visitarlo de vez en cuando. Bah, en realidad, es sabido porque: le gustaba sentirse escuchado. Y eso es lo mejor que hacía el Mudo: escuchar.
-Mudito, tengo un problema. Puedo entender lo que me dicen los perros. En serio, comprendo cuando me dicen guau.
El Mudo no reía. Nunca. Pero esa vez, no aguantó y lanzó una carcajada.
-No seas boludo, ayudame. No sé que hacer.
El Mudo seguía riendo. Cuando paró, cinco minutos después, le dijo: "A ver, hagamos una prueba". Lanzó un chiflido al viento y rápido apareció Bernardo, su boxer. "Bernardo, decile algo al amigo Lechuga", le pidió el Mudo a su perro. Siguieron dos ladridos cortos y uno largo.
-A ver, ¿qué dijo?, inquirió el Mudo
-Me pidó algo.
-No me digas, en serio.
-Sí.
-¿Qué te pidió?
-Que te diga algo.
-¿Qué cosa?
-Que te diga que dejes de llorar por las noches, que esta vida no es vida así. Que hagas cosas que te gusten, que pruebes, que intentes, que salgas, que te ciagas y te levantes.
El Mudo se puso a llorar desconsoladamente. Ricardo le dio un abrazo y se fue despacito por el camino de tierra. A los pocos metros, Bernando ladró. "Dice que tiene hambre, Mudo". Y siguió hasta la ruta con las dudas todavía sin resolver.

martes, 31 de mayo de 2011

El encantador de perros 3 (Río)

Al sur, unos 5 kilómetros por un camino agreste, el río del pueblo contagia una sabia mansedumbre. Sólo se escucha el ruido del agua juguetea con las piedritas que forman su escenografía. De vez en cuando, algún pájaro inoportuno interrumpe esa melodía para trinarle palabras al viento. Y nada más. La más absoluta de las nadas. O el todo, según como se mire...
Ricardo se había hecho amigo de ese espacio desde muy chico. Fue una tarde, cuando estaba por terminar la primaria, que descubrió ese paraíso. Desde entonces, es su paraíso. Llegó deambulando, camimando sin rumbo y sin snetido, masticando la derrota por su primera derrota amorosa. La Chiqui era la más linda del grado. Aquel día de la llegada de la primavera, perfumado y engominado, le regaló un chocolate con dedicatoria. "Gracias", dijo la agraciada niña, y lo guardó en el bolsillo derecho. De inmediato, sacó del bolsillo derecho otro chocolate, mucho más grande, relleno de dulce de leche, con agregados de fruta. Tenía la firma de Nahuel. La Chiqui lo abrió, le dio un mordisco y se fue con el otro compañero. Desde ese momento, Ricardo se autoconvenció que las mujeres eligen primero tamaño y cantidades. "Son tus primeras lágrimas por una mujer. Ya tendrás muchas más", le aventuró ese 21 de septiembre mamá Tomate. "Nunca entenderás el universo femenino. No importa, hay que disfrutarlo, no entenderlo", le aconsejó papá Cebolla.
Dos décadas después, el río lo abrazaba igual que aquella vez. Le ofrecía lo mejor de sí y no le pedía nada a cambio. Cuando el alma aprieta, Ricardo Lechuga Amuchástegui se tirá siempre a la sombre del mismo árbol. En su tronco, anotaba los nombres de todas sus fracsasos amorosos. A veces le daba vergüenza relojear tantos fracasos. Se tapaba el ojo izquierdo y con el derecho pispeaba la lista. La secuencia se repetía como un calco: paulatinamente alejaba las manos de su rostro, y sus dos pupilas se clavaban en esos nombres. Muchos nombres. Y se decía en voz baja: "Para ganar hay que aprender". Después, tomaba fuerza, y elevaba el tono. "Para ganar hay que aprender". Hasta que su voz se vovlía grito: "PARA GANAR HAY QUE APRENDER".
"Guau, guau, guau". Lechuga se asustó. Su ritual solitario y secreto de tantos años se había interumpido por primera vez. Un coker marrón, de orejas largas y pelos revueltos, contemplaba la escena. El perro miraba al hombre. El hombre miraba al perro. "Guau, guau", ladró el animal nuevamente, con un sonido más potente. Ricardo, ya menos sorprendido por su nueva poder de entender el idioma canino, se apiadó del coker y le dijo: "Uy, es triste lo que me contás. Uno a veces piensa que está mal pero solo necesita un empuje del viento. Este es mi lugar, mi paraíso, acá vengo a que el viento me empuje. Caminemos río abajo, que hay más paraíso".
Juntos eligieron ese camino. Lo recorrieron en silencio, sin necesidad de palabras. Estaba todo dicho. Parecía que llegarían hasta el océano. Hasta que, de la nada, apareció una chihuahua y el coker movió la cola y se fue a olerla. Ricardo sonrió y siguió solo. El perro ladró. Lechuga le contestó: "No, gracias a vos y hasta siempre".

lunes, 23 de mayo de 2011

El encantador de perros: 2 (La Gordita)

Ricardo Lechuga Amuchástegui conoce como la palma de sus manos las calles del pueblo donde vive. Todas y cada una de las esquinas. Los negocios. Las sombras y los soles. Los pisos, los cielos y las lluvias. Y las caras... Tantas caras. Tantas historias con rostros con pasado.
Alguna vez Jorge, un primo lejano de Buenos Aires al que apodaban Rabanito, le cuestionó el estilo de vida en un lugar donde todos pero todos se conocen. “¿Qué privacidad podés tener si a cada paso tenés que saludar a alguien?”, le espetó Rabanito. Ricardo nunca se define: a veces ama vivir en su pueblo y lo siente su lugar en el mundo. Otras ansía con volar lejos, muy lejos, para empezar de cero en un lugar donde no conozca absolutamente a nadie.
Ese amanecer, aun con el rostro algo ensangrentado por la corrida nocturna, y tras tomar un camino distinto al de los dos perros ovejeros, caminó y caminó por las calles en las que tantas zapatillas había gastado de chico, de adolescente, de joven... Se limpió un poca la cara en el baño en la estación de servicio de la ruta, y volvió a su casa, del otro lado del pueblo. Tenía certezas y dudas por igual, una ecuación que nunca puede ser sana.
Siguieron días inquietos y de preguntas. Soño una y mil veces con la Emilse, la damita que se le metía en los sueños sin pedir permiso. Soñó alguna vez con el padre de la Emilse, el comisario, que también se introducía en sus sueños de manera intempestiva, violenta y amenazante. "¿Cuándo la ciencia inventará algo para sólo soñar sueños lindos?", se preguntaba siempre. "Si la vida fuese hecha de rosas sin espinas, no podríamos valorar realmente el aroma de la flor", le dijo alguna vez Cebolla, su padre. "De los sueños feos también se aprende", fue la enseñanza de Tomate, su madre.
Pero más allá de los sueños dormidos, Lechuga pasó muchas horas de esos días desvelado por el episodio que vivió con los ovejeros. Sus ladridos, y sus mensajes. Fantasía o realidad. Se convencía que no podía ser, que seguro había sido el efecto del golpe en la cabeza que le provocó alguna alucinación. Igualmente, cada vez que se cruzaba con un perro, lo miraba fijo a los ojos esperando una señal. Un gesto. Algún indicio. Pero las señales no llegan cuando se las busca, sino que, caprichosas, aparecen de la forma más inesperada.
"Chau Rosita", saludó esa mañana otoñal a la gordita de la esquina, la hija del verdulero, que baldeaba la vereda como cada día de su monótona vida. "Chau Ricardito", respondió con su tono meloso, ciertamente dulzón. Unos metros más allá, Simón, el perro de la señora González, un Jack Russell simpático como todos los Jack Russell, contempló la escena. Cuando Lechuga pasó frente a él, le ladró varias veces mientras movía el rabito y le tironeaba la correa a su dueña.
Ricardo se puso blanco. Dio vuelta y miró a Simón. El perro le mantuvo la mirada fija. La señora González, siempre inoportuna, interumpió el contacto: "Buen día vecino". Simón volvió a ladrar. Ahora fueron tres veces. Ricardo entendió cada letra de ese triple Guau: "Boludo, la gordita está muerta con vos". "¿Te parece?", le respondió Lechuga. "Si me parece que cosa", se metió la señora González. "Sí, seguro. Yo que vos le tiró los perros", ladró Simón. Después tomó su pelotita de tenis del piso y se metió en la casa. Antes de entrar, giró y miró por última vez a Ricardo. "Creo que el perro me guiñó un ojo", se quedó pensando...

lunes, 16 de mayo de 2011

El encantador de perros: capítulo 1

Sólo la luna iluminaba esa noche oscura, tenebrosa, digna de la mejor película de terror. En el campo, apenas se veía un lejano reflejo de los autos que destelleban allá, en la ruta, algunos kilómetros al sur. Al norte, se divisaba el rancho de los Gómez por el foco que dejan prendido en la puerta de la tranquera. El resto era la nada misma. Nada.
En el medio del pasto, tirado, con un hilo de sangre corriendo por su frente y un pedazo de bosta de vaca a centímetros de su cara, Ricardo Lechuga Amuchástegui duerme. En los últimos cinco minutos corrió y corrió por la noche oscura, hasta caer desmayado. Dos ovejeros alemanes que lo persiguieron desde la casa de los Gómez fueron testigos tranco a tranco de esa carrera desenfrenada. Lechuga estaba escapando de la muerte. Y también escapaba de sí mismo.
En las horas anteriores a esa corrida que derivó en el desmayo, Lechuga volvió a equivocarse de camino. "El destino pone siempre a elegir dos caminos, sólo es cuestión de saber elegir", le dijo una vez su padre, a quien apodaban en el pueblo Cebolla, porque de tan feo hacía llorar. El problema es que Ricardo, que odiaba que le digan Ricky, elegía generalmente mal. "Si no es esta, será la otra. La vida siempre da nuevas oportunidades", le repetía su madre, apodada Tomate porque era pelirroja, cuando veía a su único hijo con lágrimas en sus mejillas por un nuevo desengaño amoroso.
Algunos coleccionan estampillas. Otros, recuerdos de viajes. También hay quien guarda billetes de varios países. Lechuga coleccionaba revistas deportivas y fracasos con mujeres. Tenía una colección muy grande de cada una. Recorría esas páginas de viejos goles de su querido San Lorenzo y se emocionaba. Recorría las páginas donde anotaba las historias de amores muertos antes de nacer, y quien sabe porque, pero también se emocionaba. Será por su condición de fiel escucha de Sabina que se le pegó hasta el alma eso de "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió". Es que a Ricardo un vistazo le sobraba para sentirse enamorado. Y esos segundos duraban eternidades de felicidades. No hay medida de tiempo para los momentos felices; sólo se viven.
Lo cierto es que esta vez, antes de la corrida y antes del desmayo, Ricardo siguió sus instintos e intentó un nuevo acercamiento con la Emilse, una rubiecita de ojos color cielo, cara tierna y mirada triste, que parecía sacada de un cuento de hadas. "Parece sacada de un cuento de hadas", le dijo alguna vez a su amigo El cabezón Andrés, al que a veces llamaban Zapallo. "No es para vos. Primero, no te va a dar bola. Segundo, es la hija del comisario. ¡Te va a cagar a tiros. Anda por otro lado".
No le hizo caso. En realidad, fue la caprichosa moneda: salió cara y eso significaba que tenía que tomar el camino del intento para llegar hasta la Emilse. En realidad salió ceca, pero Lechuga se mintió a sí mismo y dio vuelta la moneda, mientras le guiñó un ojo al espejo cómplice. Lo que siguió fue una caminata hasta las afuera del pueblo, donde viven los Gómez. Después continuó, una piedrita en la ventana de la rubia de ojos color cielo, un ruido molesto y sospechoso para el comisario, y una amenaza del oficial, escopeta en mano, cuando se asomó por la puerta y lo vio a Ricardo, con impecable peinado a la gomina, con otra piedrita en la mano: "Tenés 20 segundos para desaperecer de mi vista".
Lechuga corrió más que ese puñado de segundos. Los perros del comisario lo acompañaron en su huida frenética, con la adrenalinda recorriendo su frente, justo por donde ahora la sangre manda y gobierna después de la abrupta caída. Por un largo rato, los ovejeros lo lamieron para despertarlo. Los lenguetazos lo volvieron en sí. De a poco recobró la conciencia y sus salvadores le dieron la bienvenida a la nueva vida con una serie de ladridos. Lechuga los escuchó y, de golpe, abrió rápidamente los ojos. Miró para un lado, y nada. Al otro, y nada. A lo lejos, lucecitas. Ricardo no entendía de donde venía la voz grave que le decía: "Pelotudo, ella no es para vos". Otra, menos gruesa, le recriminaba: "¿Cómo vas a tirarle piedritas en la ventana? ¡Bobo!".
Ricardo se frotó los ojos, se rascó los oidos con fuerza y se dio cuenta lo que sucedía: las voces eran de los perros. ¡Entendía que significaba guau! De repente, los perros se callaron. Lechuga los miró y les dijo: "Ya me parecía que estaba alucinando". La noche se hizo más amiga del silencio, hasta que el perro de ladrido más grueso le clavó los ojos y le contestó: "Guau, guau, guau". Ricardo no podía creerlo. El ovejero le preguntaba: "¿Te vas a quedar toda la noche ahí tirado?". Lechuga se paró y, con una alpargata menos, comenzó a caminar con la Luna iluminando sus pasos, y respondió: "Vamos para allá".