martes, 30 de julio de 2013

Para allá

(Semana de remakes de textos. Esto tiene dos meses. Ha hecho llorar a algunos que lo leyeron. Y estoy orgulloso de cada letra. Para esco escribe uno, para ser feliz...).

Sé lo que soy. Pasado, presente y futuro. Eso soy. Ese pasado que algunas noches golpea la puerta de los sueños y quiere amanecer en pesadillas. No lo logra: la conciencia lo echa a patadas orgullosa de no haberle fallado nunca a nadie. Todos nos equivocamos. Ese no es el problema. El problema es fallar.
Sé donde estoy. Aquí, parado en este pedacito de mundo que me toca. Es mío. Lo puedo compartir. Lo puedo prestar. Pero entendí que es mío. Y la vida enseña a cuidar lo de uno. Y entonces sigo aquí parado, aunque a veces las rodillas tiemblan al ritmo de las cicatrices del alma. Entonces el cuerpo no queda erguido. No importa: más o menos de pie, sé donde estoy parado. Pero, sobre todo, sé cómo hay que pararse, cómo es caerse y cómo es levantarse cuando ciertos fantasmas hachan los talones.
Sé dónde voy. A veces siento que voy rápido, que el viento se hace amigo y me lame la cara. Entonces tocó el cielo con la punta de la nariz. Y río. A veces presumo lentitud en el andar, y le reclamo velocidad al alma. Ella, pobre, me mira y dice: “Hago lo que puedo, macho. ¿No te acordás que esto es un ring de boxeo? Los golpes duelen”. Pero a veces, peor, siento que retrocedo. Y ahí es cuando en algún momento recuerdo que como sé lo que soy y sé donde estoy, entonces inevitablemente sé dónde voy. Y sigo. Para allá, porque allá es mi camino.
Porque sé donde estoy, lo que soy y donde voy, sé lo que seré. Pasado, presente y futuro. Y seguir para allá. Por mi camino.

lunes, 29 de julio de 2013

Dulcinea en el bar del infierno

(Otro viejo cuento que el autor tiene ganas de publicar. Este es de 2009. Es ficción, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia).

Dulcinea temblaba. Bah, no se llamaba Dulcinea, pero le decían así. Bah, tampoco le gustaba que le digan así, pero ya estaba acostumbrada. Pero eso sí: Dulcinea temblaba. Mucho. Demasiado.

Parada en la puerta del bar del infierno, su cuerpo tiritaba. No había viento y el sol brillaba. Pero ella tiritaba como un pichón sin nido. No era frío. Era miedo. No, tampoco era miedo. Era pánico.
"¿Entramos, bonita?". Apenas escuchó la voz. Apenas. La puerta vaivén seguía cerrada. Por su cabeza desfilaban varias puertas más. Unas metálicas. Otras de madera. Grandes, chicas, medianas. Algunas rechinaban, otras brillaban relucientes.
Pero las puertas no son distintas por sus formas. Son distintas por lo que esconden. Nada más mentiroso en el mundo que una hermosa puerta que promete la entrada al paraíso y dentro esconde el pantano más horrendo. Malditas puertas que invitan a cielos celestes y noches estrelladas, y que en su interior sólo tienen nubes, nubes y más nubes. Y tormentas. Temerosas tormentas.
Dulcinea sabía de puertas. Mucho. Demasiado. Sabía de puertas mentirosas, de puertas con promesas de Quijotes que finalmente escondían peligrosas aspas de molino. Abrió, abrió y abrió. Y después desesperada tuvo que buscar los cartelitos verdes de las salidas de emergencia. Tantas puertas hipócritas la habían hecho experta en fobias. Un curso acelerado que nunca quiso realizar. Pero la vida, insobornablemente terca, da clase de lo que quiere sin pedir permiso. Y maneja a sus alumnos como marionetas a merced de los hilos de su antojo. Enseña lo que nadie quiere aprender. Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida...
Por eso, paradita en la puerta del bar del infierno, Dulcinea temblaba sin parar. Eso sí: no lloraba. Le habían enseñado un truco para que las lágrimas no se escapen. Y lo sabía de memoria. Además, tarareaba una canción que la sentía como propia: "Si me cansé de llorar, fue porque en las lágrimas no encontré salida".
"¿Entramos, bonita?". Le tomaron la mano y le abrieron la puerta. Cerró los ojos y juntó coraje. Caminó dos metros y se dejó llevar. Se animó a mirar. De a poco. Muy lentamente. El infierno tenía luz. Linda luz. Y flores. Y paredes coloridas. Y música. Y una voz que le decía:
-¿Qué querés tomar?
-No sé, lo que vos pidas va a estar bien...

domingo, 28 de julio de 2013

Cuentos puros: Diego

Roberto Baggio acaba de errar el último penal para Italia. “No hay suerte en los penales. Vos sabés que no hay suerte. Y siempre ganan los brasileños. Siempre. De la forma que sea. Son los mejores”. Mezcla de admiración y resignación, Diego lanza al aire la frase que no busca ser escuchada. Es como un axioma de vida.
Brasil gana su cuarto Mundial de fútbol. “Vos sabés lo que pienso. Esto de la suerte, el destino y esas boludeces no existe. Uno fabrica su propia suerte”, repite Diego, de nuevo sin buscar ninguna clase de interlocutor. “Dale pibe, deja de hacerte mala sangre por los brasileños. Mañana al mediodía hablamos. Te llamo. Tengo que decirte algo…”.
Buenos Aires amaneció fría, gris, y con una extraña música de sirenas de fondo. Como si fuese un concierto de sirenas que no paraban de sonar. Aquella charla quedó pendiente. Ni ese mediodía, ni el siguiente, ni el siguiente. Diego vivió más mediodías…
Eran las 10 y monedas. El teléfono sonó en piso ocho del edificio de la calle Pasteur. “Hijo, es Gustavo. ¿Por qué no vas a hablar al comedor que vas a estar más cómodo? La pieza estaba en el fondo del departamento. El comedor daba al balcón donde tantas veces el sol entraba sin pedir permiso. Pero esa mañana la que sin pedir permiso entró fue la muerte.
Segundos después de la explosión, Diego yacía en el piso. Su cuerpo, por fuera, estaba intacto. Sólo un pequeño hilito de sangre le caía por la boca. Pero por dentro, varios de sus órganos habían estallado.
Si la llamada hubiese sido un minuto antes o un minuto después… Si la charla hubiese sido en su pieza y no en el comedor… Si tardaba más en atender… Si tan sólo podría haber escuchado la propuesta del mediodía siguiente: “¿Querés ser el padrino de mi primer hijo?”. Ocho palabras que quedaron atragantadas para toda la eternidad.
“Vos sabés lo que pienso. Esto de la suerte, el destino y esas boludeces no existe. Uno fabrica su propia suerte”. Brasil ganó el Mundial de fútbol de 1994. Por penales. Suerte. Destino. La vida…

lunes, 15 de julio de 2013

Cuentos puros: Mundos paralelos

Tardó un largo rato en conseguir su objetivo. Y no le fue fácil: debió luchar contra miles de rivales que querían lo mismo. Exactamente lo mismo. Así son las cosas: se trata de la primera gran batalla de la vida. Un ganador, el resto perdedores. Y no hay donde presentar la queja. Como si se tratase de un anuncio de lo que vendrá después en este mundo que fue y será una porquería tanguera.
El también tardó un largo rato en conseguir su objetivo. Y no le fue fácil: debió luchar no contra miles, es cierto, pero sí contra decenas de rivales que querían lo mismo. Exactamente lo mismo. No fue su primera gran batalla de la vida; pero sí la más importante. Fue muchas veces perdedor, hasta que le tocó ser ganador. El mundo fue tantas veces una porquería tanguera, hasta que se hizo puro y bello rock and roll. Como ella…
Al fin lo consiguió. Llegó a la meta y el encuentro fue glorioso. Sublime. Imaginaba algo bello, pero nunca tanto. Imaginaba campanas sonando, alfombras rojas, mariposas volando y toda la cursilería que pueda comprarse en el almacén de los lugares comunes. Todas e incluso algunas más.
El también, al fin, lo consiguió. Llegó a la meta, a sus labios, a su cuerpo de porcelana. Y sí, el encuentro fue glorioso. Sublime. Imaginaba algo bello, pero nunca imaginó que la belleza, esa belleza femenina, lo iba a conmover hasta las lágrimas. Imaginaba campanas sonando, alfombras rojas, mariposas volando y toda la cursilería que pueda comprarse en el almacén de los lugares comunes. Pero no suponía que iba a brotarle esa lágrima, caprichosa y rebelde, que le dijo adiós al ojo para recorrer la mejilla y caer rendida en las sábanas perfumadas.
Sintió tocar el mundo con las manos que no tiene. Con el alma. Con cada milímetro de su pequeñez. Paradojas del destino: un campeón y miles de derrotados. Como para ir sabiendo de qué se trata esto que llaman vivir. Ya desde la concepción nos imponen reglas crueles en este juego de dados, casilleros y destino. Pero él festejaba: su vida de espermatozoide había concluido para darle vida a una nueva vida.
Sintió tocar el mundo con las manos que sí tiene, con el alma, con el corazón y con cada poro de su piel. Con cada milímetro de su ser. Paradojas del destino: tantas veces fue derrotado y hoy es campeón. La esperó en la primaria, en la secundaria, en los viajes de juventud, y hasta en su divorcio. La soñó vestida y desnuda. Riendo y llorando. De otros y suya (al fin suya). Vio como probaba y probaba con decenas de rivales. Eran sus rivales. Se construyó un castillo de paciencia y supo que esa era su mejor aliada. Como para ir sabiendo de qué se trata esto que llaman vivir. Y así, con sus reglas caprichosas e incomprensibles, jugó su juego con sus dados, sus casilleros y especialmente su destino. Eso: su destino. Porque siempre defendió eso de que cada uno construye su propio destino.

Finalmente juntos, aquella noche, celebraron borrachos de placer. Tantas veces vencidos, esta vez vencedores. Los dos, Santiago y su espermatozoide…

jueves, 11 de julio de 2013

Cuentos puros: Luces de bar



Sábado. Medianoche de sábado. Medianoche de sábado y en soledad. Como tantos otros sábados, tantas medianoches, tantas soledades. Tanto de nada... La tele escupe películas baratas. Las redes sociales se enredan de nuevo en el estéril juego de las palabras. El celular titila los segundos pero no enciende ningún mensaje. El reloj es de arena; mojada, lenta, impasable. Y en el estéreo Noble, melancólico, canta: “Mientras haya luces, en el próximo bar”.
La cabeza explota de voces. El oído derecho se deja seducir por los consejos de noches calmas para mañanas mejores. El izquierdo le repite una palabra: bar. No hace falta decirle más. Tres letras que desentierran recuerdos y apuñalan futuros. Y que la buena vida, por un lado. Y que la mala noche, por el otro. Y en la pelea, se sabe, siempre se va por la izquierda.
Revoleó el control remoto contra la pared. No tuvo paciencia para esperar que el ascensor llegara de planta baja al tercero. Bajó los tres pisos por escalera. La puerta de calle se cerró de un portazo. Ya estaba en la calle. Ya estaba en la selva.
El bar, el primero, era lúgubre. Siempre el comienzo lo eligió lúgubre. Así fue con cada comienzo. Al mozo no hizo falta decirle nada. Hablaban con las miradas. Se comunicaban con las costumbres. Porque las costumbres hablan, gritan y pocas veces callan.
El primer whisky fe con cuatro hielos. El segundo con dos. El tercero puro. Nunca esperó el vuelto. El bar de ginebra esperaba en la cuadra siguiente. Después de las tres hay oferta de 2x1. Tampoco a ese mozo hizo falta decirle ni media palabra. Para que, sí ya estaba todo dicho. Ni siquiera el saludo era necesario. El mundo de la noche no sabe de gentilezas. Sólo sabe de códigos y de lenguajes subliminales.
Cuatro medidas después, estaba en la calle desafiando al amanecer. El tercer bar estaba cerrado. “Duelo”, decía el cartel que se movía de un lado a otro bailando al ritmo del viento. Su olfato lo guió hasta el próximo bar. Nunca falla: lo que lastima siempre abre las puertas de par en par. Y mientras buscaba su destino, su próxima copa y la dignidad que había perdido quien sabe donde y cuando, tarareaba eso de: “Mientras haya luces en el próximo bar…”

domingo, 7 de julio de 2013

Cuentos puros: Código M




"Mañana reunión urgente. Cena en la parrillita. Código M". El mail salió multiplicado rumbo a varias casillas de correo. El grupo de la secundaria más algún otro agregado que sumó la vida había creado una especie de cofradía. En una noche de anécdotas sazonadas con alcohol, a El Gordo se le ocurrió: “Che, siempre hablamos de minas, de sus locuras, de que no las entendemos. ¿Por qué no juntamos nuestras historias, más las que escuchamos de amigos, y las vamos escribiendo, archivando y calificando como si fuera un concurso?”.
Esa noche eran cuatro más El Gordo. Tres brindaron por la idea y a los dos minutos se habían olvidado porque brindaban. Igual, siguieron brindando. Pero Juancho lo escuchó y le dijo: "Gordo, es genial. Hoy nace Código M. Eme de minas, mujeres…". "Ah, pensé que hablabas de maniáticas...". Rieron fuerte y arrastraron al auto a los borrachos que cantaban a los gritos: "Código M, cogemo' como nene’! Código M, cogemo' como nene'!".
Cinco años después, con menos pelos y más canas, el Código M era un suceso que había multiplicado historias y participantes. Se trataba de un archivo de 1493 páginas, clasificadas de tres maneras distintas para su búsqueda: nombre de autor, nombre de maniática y/o puntaje. Esos cinco jinetes del apocalipsis, domadores de noches y borracheras, eran los que puntuaban de acuerdo a su gusto y antojo. Y nadie podía protestar.
Marcelita estaba primera. Conoció al pibe en un boliche, fueron juntos a un telo de mala muerte y poca vida. "Cogimos bien, pero no genial", calificó él. A la mañana siguiente ella, desayunando en Once, con el rimel algo corrido, le dijo: "Creo que sos el amor de mi vida. Bah, no lo creo. Sos el amor de mi vida". 
Claudio tenía varias bien rankeadas. Las llevaba a su casa levemente desordenada, les tocaba algunas cancioncitas con la acústica, les ponía viejos discos de vinilo de Led Zeppelin y esperaba sus vulgares reacciones. Una le empezó a hablar de casamiento. Otra se desmayó. Todas caían en la trampa. Y Claudio ganaba por goleada en el rubro nombre de autor.
Aquella noche en la que El Gordo mandó su Código M, agregó una palabras: "Urgente". Estoicos y siguiendo al pie de la letra el reglamento que prohibía adelantarse al relato, nadie preguntó nada durante el día. La tentación era grande: El Gordo pocas veces había alimentado el ritual. Una vez dijo que una mina lo dejó porque sí. Pensó que iba a rankear alto, pero ocupa el último puesto cómodo. "Gordo, sos muy obvio. Es mujer, ¿esperabas coherencia?", le soltó Juancho. No importó nada de la lógica y la ilógica: al volver a su casa, El Gordo lloró. Mucho.
Pero esta vez fue distinto. Todos escucharon el relato de El Gordo en silencio. Incluso Pepe, carnívoro voraz, dejó de masticar y tuvo que comerse los riñoncitos fríos, un sacrilegio para sus ritos sagrados. "Salimos 4 veces. Apenas si cogimos. Ella tiene 100 problemas y 101 vicios. Le ofrecí ayuda de 102 modos. La tomó. Le gustó. Se encariño. Me dijo que yo le hacía bien, pero…". Juancho interrumpió: "Sí, Gordo, lo de siempre: muchas minas tienen esa patología que las lleva a elegir lo que les haces mal y rechazan lo que les pueda hacer bien. Seguro volvió con algún drogón. ¿Para eso tanto alboroto, pibe?". 
El Gordo tomó aire, y siguió: “No, boludo, no me interrumpas. Hoy no me interrumpas. La última salida estuvo muy bien. Ella dijo que se sentía en confianza. Sonrió más que en las anteriores. Yo pensé que el proceso de conocimiento iba algo lento, y que no sabía si me interesaba o no porque no llegaba a conocerla. Pero bueno, después de la locura que viví con mi ex, estaba muy bien así".
El Gordo hizo una pausa. Pepe aprovechó y comió cuatro riñones de un saque. Los otros apuraron vasos de vino. Sabían de qué trataba la pausa. Con las historias de su ex, El Gordo metió varios top ten juntos. No eran historias de risa, por cierto. Suspiró largo, y siguió: "Después de esa salida se borró. Apareció 4 días después. Me dijo que estábamos en algún tipo de relación y que ella no quería estar en un tipo de relación. Que por eso se alejaba, para cuidarme". Otra pausa. "A ver si entienden: ¡me enteré por teléfono que estaba en una relación, me enteré por teléfono que estaba terminando esa relación, y me enteré por teléfono que lo hacían para cuidarme, aunque yo no pedí que me cuiden y menos de esa manera!. ¿No es genial? ¿No merezco el primer puesto?".
Esta vez el comité evaluador tardó un poco más de lo habitual en dar la calificación. Después de los postres, El Gordo sumó los puntajes, promedió y protestó: "¡Ey, tacaños, no llego ni al top ten!". Juancho tomó la palabra: "Es buena historia, Gordo. Casi top ten entre miles, no seas exigente. Si para vos merecía más, quedate con eso. El valor de cada historia es el que uno le da".
De postre pidieron helado. Y se fumaron un porro.