Sé lo que soy. Pasado, presente y futuro. Eso soy. Ese
pasado que algunas noches golpea la puerta de los sueños y quiere amanecer en
pesadillas. No lo logra: la conciencia lo echa a patadas orgullosa de no
haberle fallado nunca a nadie. Todos nos equivocamos. Ese no es el problema. El
problema es fallar.
Sé
donde estoy. Aquí, parado en este pedacito de
mundo que me toca. Es mío. Lo puedo compartir. Lo puedo prestar. Pero
entendí
que es mío. Y la vida enseña a cuidar lo de uno. Y entonces sigo aquí
parado,
aunque a veces las rodillas tiemblan al ritmo de las cicatrices del
alma.
Entonces el cuerpo no queda erguido. No importa: más o menos de pie, sé
donde
estoy parado. Pero, sobre todo, sé cómo hay que pararse, cómo es caerse y
cómo es levantarse cuando ciertos fantasmas hachan los talones.
Sé dónde voy. A veces siento que voy rápido, que el
viento se hace amigo y me lame la cara. Entonces tocó el cielo con la punta de
la nariz. Y río. A veces presumo lentitud en el andar, y le reclamo velocidad al alma. Ella,
pobre, me mira y dice: “Hago lo que puedo, macho. ¿No te acordás que esto es un
ring de boxeo? Los golpes duelen”. Pero a veces, peor, siento que retrocedo. Y
ahí es cuando en algún momento recuerdo que como sé lo que soy y sé donde
estoy, entonces inevitablemente sé dónde voy. Y sigo. Para allá, porque allá es
mi camino.
Porque sé donde estoy, lo que soy y donde voy, sé lo
que seré. Pasado, presente y futuro. Y seguir para allá. Por mi camino.
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