domingo, 29 de julio de 2012

El Gato de Schrödinger

El cerebro pide pausa de cuentos. Demasiado ejercicio imaginar relatos tan seguido. Demasiado ejercicio, también, dejar escapar trozos de la propia vida en las entrelíneas de esas ficciones. Mejor un poco de aire con algo más relajado: la teoría de El Gato de Schrödinger.
La historia es asi. En 1935 el físico alemán Erwin Schrödinger propuso un experimento imaginario que servía para explicar la naturaleza de las observaciones y predicciones de la mecánica cuántica. El experimento se conoce como la paradoja de Schrödinger o el experimento del gato de Schrödinger. Para dicho experimento Schrödinger sugería un escenario hipotético con una caja cerrada, un gato vivo dentro de ella, una botella de gas venenoso y una partícula radiactiva con un 50% de probabilidades de romperse en una hora. Si la partícula se abre libera radiación, la botella se rompe y el gato muere.
El hecho es que mientras que no abramos la caja no sabremos si el gato está vivo o está muerto. Sólo podemos especular dado que es una cuestión de probabilidades. Cuando nos decidamos a abrir la caja, el mero hecho de observar modifica el estado del conjunto, con lo cual podemos observar si el gato vive o muere. Hasta la intervención del espectador el gato permanece en un limbo en el que está vivo y muerto a la vez.
Moraleja del blog: ¡Eso sí es tener imaginación! ¡Y eso es más psicológico que físico!

miércoles, 25 de julio de 2012

HdP 18: Hotelandia

Cuatro décadas atrás, a 100 kilómetros al norte de la capital, se fundó Hotelandia. El paisaje era inmejorable, con las sierras rodeando todo, hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales. Para acá, un río caudaloso. Para allá, una cascada briosa, feliz de regar todo con su fruto hasta desembocar en un laguito de plácida agua tibia.
La ruta ya había dejado de ser un problema. El viejo camino rocoso, casi intransitable, se asfaltó al tiempito del nacimiento. El progreso y el éxito del proyecto hicieron que en pocos años el gobierno de turno asfaltara el camino. El micro que dejaba a los visitantes a cinco kilómetros sin poder avanzar más por la espesa vegetación, llegaba ahora hasta la estación de la ciudad. Hubo un almacén, y después tres, y ahora gobierna un súper chino. Y negocios, y bares, y restaurantes, y hasta una modesta pero digna sala de cine. El último estreno fue Batman, con 80 personas en la sala, 20 asientos libres y ningún incidente reportado.
El progreso había sorprendido a los fundadores de Hotelandia. Algunos acompañaron el progreso de la villa desde el primer día hasta hoy. Otros, dejaron a las próximas generaciones seguir las huellas. Ya no eran aquellos jóvenes pujantes. Se habían convertido en estos viejos que miraban la vida pasar, esperando nada y todo. El tiempo pasa, y en una mano ofrece todo y en la otra nada. El secreto es saber elegir...
Cuatro décadas atrás, tres jóvenes rebeldes se cansaron de todo y concordaron empezar de cero. Decidieron fundar la ciudad de los hoteles temáticos. Eran tres, para empezar, aunque le siguieron muchos más que fueron mimetizándose con las necesidades de los tiempos. El último es el hotel Caniggia: es furor entre quienes el strés los golpeó y necesitan desenchufarse y poner su cabeza en blanco una semana. También está el hotel político, construido en tiempo récord con dudosos fondos: todos mienten. Si el conserje dice que el hotel está lleno, entonces está vacío. Para la cena, al que pide milanesa lo entienden y le traen ñoquis. Pero está por cerrar: evasión impositiva, otra mentira.
La vida ha llevado a los entusiastas fundadores por distintos caminos, hasta volver a reencontrarlos este miércoles de primavera, con un asado en el medio de la nada, para festejar los 40 años de Hotelandia. "¿Te acordás el que quiso hacer el hotel temático del dulce de leche y lo tuvo que cerrar por invasión de bichos?", recordaban riendo entre anécdotas. "¿Y el que hizo el hotel temático punk y se lo destruyeron los huéspedes en dos días?".
Palabra va, palabra viene, las palabras siempre terminan apunta a uno, como dardos cargados con el veneno de la verdad. Confesión va, confesión viene, las confesiones siempre desnudan a las personas, pero después dejan el alma sin pesos, sin presiones, sin más estigma que el de la libertad.
El dueño del hotel del amor cuenta: "Me fue bien. Pude vivir, darme gustos, trabajo nunca faltó y según mis estadísticas mantuve un 75% de ocupación en todos los años. Pero tuve que asesorarme todo el tiempo, muchos consejeros, muchos balances altos y bajos. Es lindo, estoy contento, pero el esfuerzo es agotador".
El dueño del hotel de la moda narra: "Yo tuve épocas de cinco hoteles, otras en las que tuve sólo el inicial. Fue y vino. Mucha inversión, ustedes saben. Que la ropa así y al año siguiente no se usa. Que el paddle y al año siguiente no más paddle. Que los videoclubs. Que Lady Gaga. Que la militancia... Ustedes conocen cómo somos las personas: nos dejamos llevar como un rebaño sin saber nunca quien es el pastor que baja las órdenes. Eso es lo que menos importa. La clave es ser parte del rebaño y seguir".
Hubo un silencio. La mesa ya estaba servida. Las achuras a punto, las ensaladas bien condimentadas, a la carne le faltaba un poquitín. En el aire, sólo el sonido de los pájaros. "Te toca, che". El dueño del hotel de los corazones rotos, introspectivo, como siempre, sabía que tenía que dar la receta de su éxito: una cadena en todo el mundo con 100 franquicias, la última en Punta Cana.
-¿Y che? ¡Contá!.
-Nada, que se yo. Un par de blues siempre sonando, alguna película de esas de llorar en la TV y nunca fotos de mujeres en las paredes. Mi hotel es solo para hombres. Por eso es un éxito. Son mejores clientes. Más duraderos. Más fieles.
-Pero che, sólo con eso no podés hacerte millonario.
-Es cierto. Tal vez la clave, entonces, sea que nunca busque la fórmula mágica. Seguí el instinto, seguí la vida. Fue un negocio de sentimientos. Y nunca se rompió.

jueves, 12 de julio de 2012

HdP 17: De silencios y palabras

En la mesa, dos cadáveres: el de una tira de asado y el esqueleto de una pata de pollo. Además, dos papás fritas sobrevivientes y los restos de un tomate ignorado, perdedor ante la lechuga y la cebolla. En la mesa, la estela de las palabras dichas con gusto a derrota.
-Tenés que olvidarla. Ya van nueve meses. La vida sigue.
-No puedo. La pienso todo el tiempo. Es el amor de mi vida...
-No, la idealizás. Mucho. Demasiado. Ni siquiera vivieron juntos. Nunca. Hay que seguir. Tenés que salir.
En la mesa, siete días vividos y malgastados y una charla repetida. De nuevo, un puñadito de fideos despreciados y, enfrente, en el otro plato, las migas de pan cómplices de los ñoquis a la bolognesa que ya no están. Y, las palabras, siempre las palabras que, de tan repetitivas, aburren.
-Estás siempre parado en el mismo lugar. Peor: en vez de avanzar, retrocedés.
-Es la mujer de mi vida. Lo se...
No valía la pena insistir. Mejor el silencio como toda respuesta negativa. Hay silencios que dicen todo. Más que mil palabras que nunca enderezaron ni enderezarán el desamor de una historia de pasión nacida para ser así, torcida y desviada. Fue un verano de juventud, apasionado e infinito. Con promesas de mil y una noches, de mil y una vidas juntos. Hasta que los pedazos de ese sueño roto se desparramaron por el piso.
El azar hizo el resto. Ya de grandes, señora y señor de cuatro décadas, el destino se burló del recuerdo y los puso de nuevo frente a frente. Un subte perdido y un recuerdo encontrado en el vagón siguiente. Unos segundos de miradas. Varios minutos de abrazos y besos.
Lo que siguió fue todo muy rápido: amantes a escondidas y proyectos a contramano. Si de jóvenes sus vidas iban por veredas distintas, ahora directamente no coincidían ni en la misma calle. Pero el amor es tuerto y el enamoramiento es ciego. El vio lo que quiso ver y no vio lo que la venda de sus ojos le impedía. Se quedó en el pasado y en los sueños soñados. Y se olvidó de que enfrente estaba una mujer casada, con una hija recién adoptada, y con un corazón clínicamente lastimado que latía cada día con menos fuerza.
Ella vio lo que quiso ver y vio una vida imposible de desenredar. No había hilo suficiente como para tejer una nueva. Entonces, cortó por lo sano: "Adiós y buena suerte, hasta el próximo subte". Se fue. Se calló todas las palabras del teléfono del mail. Ni una respuesta al celular mudo. Desapareció de todos lados, menos de su cabeza.
"No entendés, nunca me vas a entender. Es el amor de mi vida, no importa nada más”, repitó por enésima vez antes de aquel viaje laboral. En el plato, no quedaba ni una pizca de la milanesa napolitana. "A la vuelta, asado. Y a la vuelta, salimos a un cabaret. O al cine aunque sea", se le retrucó buscando quebrar la muñeca en la pulseada de su alma.
Hubo silencio. Un silencio que hablaba. Latía. Gritaba. El mismo silencio que, a la vuelta, con el asado frustrado, fue el dueño del mundo cuando se escuchó del otro lado de la línea teléfonica: "Murió ayer. Me avisó la madre. Y yo estaba afuera. No la veía hace meses. Ni siquiera pude despedirla. Se fue. Se me fue el amor de mi vida".
No valía la pena insistir. Mejor el silencio como toda respuesta afirmativa.