viernes, 18 de abril de 2014

La coleccionista de sueños



La televisión escupe historias que nadie escucha. Pero habla y habla y queda encendida en otra madrugada fría para que la soledad se vuelva compañía. Un par de zapatillas por ahí, algunas remeras por allá, algún papel de un chocolate devorado en tiempo récord y un sombrero que pide repetir salida en esa noche de glamour ambientan la escenografía. La luna, blanca, blanquísima, pide permiso para pasar por alguna hendija que deja libre la cortina baja. Un espejo que replica su bella figura pero que nada dice del potencial interior, completa la escenografía.
Hay algo más en ese monoambiente que invoca a la energía en cada centímetro cuadrado. Sobre la mesita de luz vive un cuaderno, con una birome rosa sobre él. “Mis sueños”, dice en prolija etiqueta. Allí habitan relatos nacidos en amaneceres turbulentos, cuando al despertar las imágenes de lo soñado le repiquetean en su cabeza como si la historia hubiera sido en carne y hueso, palpable, sentible.
Enroscada como un ovillo, invita a Morfeo cada noche para que le haga cucharita dulcemente. Es que ya ha tenido de esas cucharitas insípidas que pinchan el corazón como tenedores devenidos en tridentes. Tiene la esperanza que el sueño de hoy sea mejor que el de ayer. Los sueños que sueña dormida. Los sueños que sueña despierta. Porque todos soñamos más sueños despiertos que dormidos. Y con mayor intensidad.
“El fantasma”, reza el título de aquella vez que se levantó sobresaltada porque vio con claridad, a través de su ventana, una imagen espectral que subía hasta el cielo. Un escalofrío recorrió su cuerpo de marfil al día siguiente, cuando supo que había fallecido el vecino del quinto piso. O aquella vez que se despertó mirando cada rincón de su refugio buscando un cartel. Miraba y miraba. Para un lado y para otro. Hasta que  tomó conciencia de que no estaba en un subte, y de que el cartel con una estación con su nombre había quedado guardado en su inconsciente. “Mi estación”, lo título.
Tuvo pesadillas. Varias. “Sangre en el ascensor” y  “El chico contate algo” fueron sus más gráficas. Tuvo desamores de madrugadas: “Platónico” y “Sola en París” ganaron el Oscar de sus sueños. Tuvo esperanzas dormidas: “Llegar” y “Sonreír”, los dos títulos que más la conmovieron cuando al otro día tuvo que alimentar su cuaderno con nuevas historias. Hasta que llegó la mejor de todas: “Avanzar”. Abrió los ojos y vio que no había  zapatillas tiradas en el piso, ni remeras por allá, ni papeles de chocolate. Tampoco estaba el sombrero. Buscó el cuaderno, pero no había mesita de luz, ni hojas, ni birome. Estaba ella, despierta, muy despierta, parada en el medio de su vida. Mirando para adentro, tomando impulso y alimentándose de su energía. Jugando el juego de la vida con sus propias cartas. Las mejores, porque son las suyas…
Esa noche soñó el sueño más placentero en mucho tiempo. Al otro día no escribió ninguna historia. Ni siquiera tuvo que pensar el tituló. Sólo dibujó en su cuaderno una carita feliz así de grande. Asiiiiiiiiiii!

jueves, 17 de abril de 2014

93

Ya van 35 días que no sale ni en la matutina, ni vespertina, ni en la nocturna. No entiendo que está pasando. Debo estar engualichado o una de esas cosas raras que andan dando vueltas por ahí. Es la peor racha de todas, la peor. Porque aquella vez del invierno de 2003 fueron 31 días nada más. Y ahí sí, en la nocturna, el 93 a la cabeza. Al otro la invité a cenar con esos pesitos, y bueno, eso, pasó lo que pasó…
Si mañana no sale yo le juego a otro, ya lo decidí. Al 18 no, porque me trae malos recuerdos. Y eso que gané. Muchas veces gané. Pero no tenía ni ganas de ganar. Viste que a veces pasa, ¿no? Ganas y no querés ganar. Que loca es la vida, pucha. Perder y ganar. Siempre. Parece un partido de fútbol, ¿no? ¡Pucha!
Cinco veces en una semana salió el 18. Toda la semana siguiente. Cuando Juancito el agenciero vino a darme el pésame, le dije: “Jugame el 18 toda la semana. La sangre”. Después me olvidé y cuando volví a salir a la calle, Juancito me paró y me dijo: “Abel, tenes un pedazo así de guita que ganaste!” Y me abrazo fuerte. Yo no lo abracé. No tenía ganas. Hace mucho que no abrazó a nadie yo. Porque no tengo ganas. O no sé, tal vez tenga ganas. Pero no tengo a quien.
Ricardito está en Estados Unidos. Me manda plata, eso sí. Pero nada más. La última vez que vino fue hace dos años. Con sus hijos. Dos gringos los chicos. Casi no hablan castellano. Encima vinieron y descendimos. Vos podés creer esa mala suerte? Justo justo que vienen, descendimos. Los gringuitos no entendían como un viejo como yo podía llorar tanto. Claro, ellos son distintos. Son de otra forma, otro cultura. No se crían con nuestra pasión. Pasamos por un kiosco y dijeron: “Hot Dog!” Ma que Hot Dog, pancho, nene, pancho!
Ellos, los gringuitos, me miraban llorar y se reían. Tenía unas ganas de matarlos, mirá… Pero eso no fue lo peor. No, no, no, no. Ricardito también se reía! Podés creer que se reía? No aguante y le dije… Bueno, no, reconozco que le grité un poquito. “¡¡Como le hacés esto a tu padre!! ¡¡A tu padre!! ¡No te acordás cuando te llevaba a la cancha y te compraba la garrapiñada, y nos abrazábamos en los goles! ¡Sos un ingrato! ¡Un ingrato! Ni siquiera viniste al entierro de tu madre!”.
A los gringuitos no les gusto que yo haya gritado. Le dijeron algo al padre que no entendí. Jom, algo así. Ese idioma de mierda. Jom, jom. “¡Que jom ni jom!”, les grité yo. “Su padre y yo estamos hablando”. A los cinco minutos se fueron. Al otro día Ricardito me llamó por teléfono y me dijo: “Adelantamos el vuelo. Nos vamos esta noche. Me salieron unas asuntos de negocios urgentes”. Y se fueron. Ni saludaron. Se fueron Ricardito con sus dos gringuitos…
¿Vos podes creer que ni siquiera vino a darme un abrazo de despedida? Nada. Nada de nada. Ingrato! Si no fuera mi hijo no le hablo más. Pero un padre siempre perdona, porque siempre espera. Pero a veces no hace bien esperar. Esperar te mata. Yo ese día esperaba ese abrazo. Nunca llegó. Y sí, un poco me mató…
Un poco a la noche lloré. Los hombres lloran. Los machos lloramos. Así, desde el alma. Hacía mucho que no lloraba. Un poco. Pero esa noche me vinieron todas las ganas de llorar y lloré. Un poco me estaba mejor y había mejorado el corazón. Fui al doctor y le dije: “Me duele acá en el pecho y en el corazón”. Me metieron un montón de cables, de cosas raras… Pero me dijo el doctor: “Fuerte como un toro”. Y sí, soy fuerte como un toro. Siempre fui fuerte. Bueno, casi siempre.
Y el doctor también me dijo: “Amigazo, usted tiene otro dolor. Su dolor es de otra cosa. Porque no va a un psicólogo? Acá en el PAMI tenemos algunos muy buenos”. “¿Yo al psicólogo? No, no. ¡NO! Estás loco doctor que yo voy a ir a un psicólogo. No, eso es para locos, yo no estoy loco! Los que tienen problemitas van al psicólogo. Yo no tengo ese tipo de cosas raras. No me lo vuelva a decir porque me enojo”.
Y me fui… Llegué y le dije a Juancito: “Jugame al 22 a la cabeza. El loco, sí. Seguro que sale”. No salió. Como tampoco sale el 93. Hace como 35 días que no sale. Yo lo juego desde que la conocí a Ofelia. Le fui a comprar las facturas a la panadería como todos los días y era su primer día de trabajo. Tenía la sonrisa más linda de todas las sonrisas. Así de grande, y con los dientes blancos. Muy blancos. Me enamoré enseguida. Y yo de chiquito ya era un poco timbero, así que fui y me fije que número era el enamorado. El 93…
A la semana me aceptó la invitación para salir y la lleve a pasear por el Rosedal. Nunca nos separamos, hasta que… Bueno, eso… Hasta qué… Yo le dije: “Tirate el paso, Ofelia. Tirate ahora que están locos y tiran”. No sé que se quedó mirando. Siempre miraba. Y bueno, un solo balazo fue… ¡Pucha che, si me hubiera hecho caso tal vez no me dolía el pecho! Le dije “tirate, tirate al piso!” Le grité! Un solo balazo y chau. Chau su vida. Chau mi vida. Una cosita así de chiquita es una bala y termina con algo tan grande… Ya van 10 años…

Y el puto 93 que no sale hace  35 días… ¿Vos podés creer? 35 días ya! Debo estar engualichado...