viernes, 27 de septiembre de 2013

El encantador de perros 2: La Gordita

Ricardo Lechuga Amuchástegui conoce como la palma de sus manos las calles del pueblo donde vive. Todas y cada una de las esquinas. Los negocios. Las sombras y los soles. Los pisos, los cielos y las lluvias. Y las caras... Tantas caras. Tantas historias con rostros poblados de pasado.
Alguna vez Jorge, un primo lejano de Buenos Aires al que apodaban Rabanito, le cuestionó el estilo de vida en un lugar donde todos pero todos se conocen. “¿Qué privacidad podés tener si a cada paso tenés que saludar a alguien?”, le espetó Rabanito. Ricardo nunca se define: a veces ama vivir en su pueblo y lo siente su lugar en el mundo. Otras ansía con volar lejos, muy lejos, para empezar de cero en un lugar donde no conozca absolutamente a nadie.
Ese amanecer, aun con el rostro algo ensangrentado por la corrida nocturna, y tras tomar un camino distinto al de los dos perros ovejeros, recorrió y recorrió por las calles en las que tantas zapatillas había gastado de chico, de adolescente, de joven... Se limpió un poca la cara en el baño en la estación de servicio de la ruta, y volvió a su casa, del otro lado del pueblo. Tenía certezas y dudas por igual, una ecuación que nunca puede ser sana.
Siguieron días inquietos y de preguntas. Soño una y mil veces con la Emilse, la damita que se le metía en los sueños sin pedir permiso. Soñó alguna vez con el padre de la Emilse, el comisario, que también se introducía en sus sueños de manera intempestiva, violenta y amenazante. "¿Cuándo la ciencia inventará algo para sólo soñar sueños lindos?", se preguntaba siempre. "Si la vida fuese hecha de rosas sin espinas, no podríamos valorar realmente el aroma de la flor", le dijo alguna vez Cebolla, su padre. "De los sueños feos también se aprende", fue la enseñanza de Tomate, su madre.
Pero más allá de los sueños dormidos, Lechuga pasó muchas horas de esos días desvelado por el episodio que vivió con los ovejeros. Sus ladridos, y sus mensajes. Fantasía o realidad. Se convencía que no podía ser, que seguro había sido el efecto del golpe en la cabeza que le provocó alguna alucinación. Igualmente, cada vez que se cruzaba con un perro, lo miraba fijo a los ojos esperando una señal. Un gesto. Algún indicio. Pero las señales no llegan cuando se las busca, sino que, caprichosas, aparecen de la forma más inesperada.
"Chau Rosita", saludó esa mañana otoñal a la gordita de la esquina, la hija del verdulero, que baldeaba la vereda como cada día de su monótona vida. "Chau Ricardito", respondió con su tono meloso, ciertamente dulzón. Unos metros más allá, Simón, el perro de la señora González, un Jack Russell simpático como todos los Jack Russell, contempló la escena. Cuando Lechuga pasó frente a él, le ladró varias veces mientras movía el rabito y le tironeaba la correa a su dueña.
Ricardo se puso blanco. Dio vuelta y miró a Simón. El perro le mantuvo la mirada fija. La señora González, siempre inoportuna, interumpió el contacto: "Buen día vecino". Simón volvió a ladrar. Ahora fueron tres veces. Ricardo entendió cada letra de ese triple Guau: "Boludo, la gordita está muerta con vos". "¿Te parece?", le respondió Lechuga. "¿Si me parece que cosa?", se metió la señora González. "Sí, seguro. Yo que vos le tiró los perros", ladró Simón. Después tomó su pelotita de tenis del piso y se metió en la casa. Antes de entrar, giró y miró por última vez a Ricardo. "Creo que el perro me guiñó un ojo", se quedó pensando...

sábado, 21 de septiembre de 2013

El encantador de perros, Capítulo 1


Sólo la luna iluminaba esa noche oscura, tenebrosa, digna de la mejor película de terror. En el campo, apenas se veía un lejano reflejo de los autos que destellaban allá, en la ruta, algunos kilómetros al sur. Al norte, se divisaba el rancho de los Gómez por el foco que dejan prendido en la puerta de la tranquera. El resto era la nada misma. Nada.
En el medio del pasto, tirado, con un hilo de sangre corriendo por su frente y un pedazo de bosta de vaca a centímetros de su cara, Ricardo Lechuga Amuchástegui duerme. En los últimos cinco minutos corrió y corrió por la noche oscura, hasta caer desmayado. Dos ovejeros alemanes que lo persiguieron desde la casa de los Gómez fueron testigos tranco a tranco de esa carrera desenfrenada. Lechuga estaba escapando de la muerte. Y también escapaba de sí mismo.
En las horas anteriores a esa corrida que derivó en el desmayo, Lechuga volvió a equivocarse de camino. "El destino pone siempre a optar por dos caminos, sólo es cuestión de saber elegir", le dijo una vez su padre, a quien apodaban en el pueblo Cebolla, porque de tan feo hacía llorar. El problema es que Ricardo, que odiaba que le digan Ricky, elegía generalmente mal. "Si no es esta, será la otra. La vida siempre da nuevas oportunidades", le repetía su madre, apodada Tomate porque era pelirroja, cuando veía a su único hijo con lágrimas en sus mejillas por un nuevo desengaño amoroso.
Algunos coleccionan estampillas. Otros, recuerdos de viajes. También hay quien guarda billetes de varios países. Lechuga coleccionaba revistas deportivas y fracasos con mujeres. Tenía una colección muy grande de cada una. Recorría esas páginas de viejos goles de su querido San Lorenzo y se emocionaba. Recorría las páginas donde anotaba las historias de amores muertos antes de nacer, y quien sabe porque, pero también se emocionaba. Será por su condición de fiel escucha de Sabina que se le pegó hasta el alma eso de "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió". Es que a Ricardo un vistazo le sobraba para sentirse enamorado. Y esos segundos duraban eternidades de felicidades. No hay medida de tiempo para los momentos felices; sólo se viven.
Lo cierto es que esta vez, antes de la corrida y antes del desmayo, Ricardo siguió sus instintos e intentó un nuevo acercamiento con la Emilse, una rubiecita de ojos color cielo, cara tierna y mirada triste, que parecía sacada de un cuento de hadas. "Parece sacada de un cuento de hadas", le dijo alguna vez a su amigo El cabezón Andrés, al que a veces llamaban Zapallo. "No es para vos. Primero, no te va a dar bola. Segundo, es la hija del comisario. ¡Te va a cagar a tiros! Andá por otro lado".
No le hizo caso. En realidad, fue la caprichosa moneda: salió cara y eso significaba que tenía que tomar el camino del intento para llegar hasta la Emilse. En realidad salió ceca, pero Lechuga se mintió a sí mismo y dio vuelta la moneda, mientras le guiñó un ojo al espejo cómplice. Lo que siguió fue una caminata hasta las afuera del pueblo, donde viven los Gómez. Después continuó con una piedrita en la ventana de la rubia de ojos color cielo, un ruido molesto y sospechoso para el comisario, y una amenaza del oficial, escopeta en mano, cuando se asomó por la puerta y lo vio a Ricardo, con impecable peinado a la gomina, con otra piedrita en la mano: "Tenés 20 segundos para desaparecer de mi vista".
Lechuga corrió más que ese puñado de segundos. Los perros del comisario lo acompañaron en su huida frenética, con la adrenalina recorriendo su frente, justo por donde ahora la sangre manda y gobierna después de la abrupta caída. Por un largo rato, los ovejeros lo lamieron para despertarlo. Los lengüetazos lo volvieron en sí. De a poco recobró la conciencia y sus salvadores le dieron la bienvenida a la nueva vida con una serie de ladridos. Lechuga los escuchó y, de golpe, abrió rápidamente los ojos. Miró para un lado, y nada. Al otro, y nada. A lo lejos, lucecitas. Ricardo no entendía de donde venía la voz grave que le decía: "Pelotudo, ella no es para vos". Otra, menos gruesa, le recriminaba: "¿Cómo vas a tirarle piedritas en la ventana? ¡Bobo!".
Ricardo se frotó los ojos, se rascó los oídos con fuerza y se dio cuenta lo que sucedía: las voces eran de los perros. ¡Entendía que significaba guau! De repente, los perros se callaron. Lechuga los miró y les dijo: "Ya me parecía que estaba alucinando". La noche se hizo más amiga del silencio, hasta que el perro de ladrido más grueso le clavó los ojos y le contestó: "Guau, guau, guau". Ricardo no podía creerlo. El ovejero le preguntaba: "¿Te vas a quedar toda la noche ahí tirado?". Lechuga se paró y, con una alpargata menos, comenzó a caminar con la Luna iluminando sus pasos, con los perros listos para seguirlo y respondió: "Vamos para allá".

sábado, 14 de septiembre de 2013

Hotelandia

Cuatro décadas atrás, a 100 kilómetros al norte de la capital, se fundó Hotelandia. El paisaje era inmejorable, con las sierras rodeando todo, hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales. Para acá, un río caudaloso. Para allá, una cascada briosa, feliz de regar todo con su fruto hasta desembocar en un laguito de plácida agua tibia.
La ruta ya había dejado de ser un problema. El viejo camino rocoso, casi intransitable, se asfaltó al tiempito del nacimiento. El progreso y el éxito del proyecto hicieron que en pocos años el gobierno de turno asfaltara el camino. El micro que dejaba a los visitantes a cinco kilómetros sin poder avanzar más por la espesa vegetación, llegaba ahora hasta la estación de la ciudad. Hubo un almacén, después tres, y ahora gobierna un súper chino. Y negocios, y bares, y restaurantes, y hasta una modesta pero digna sala de cine. El último estreno fue Batman, con 80 personas en la sala, 20 asientos libres y ningún incidente reportado.
El progreso había sorprendido a los fundadores de Hotelandia. Algunos acompañaron el progreso de la villa desde el primer día hasta hoy. Otros dejaron a las próximas generaciones seguir las huellas. Ya no eran aquellos jóvenes pujantes. Se habían convertido en estos viejos que miraban la vida pasar, esperando nada y todo. El tiempo pasa, y en una mano ofrece todo y en la otra nada. El secreto es saber elegir...
Cuatro décadas atrás, tres jóvenes rebeldes se cansaron de todo y concordaron empezar de cero. Decidieron fundar la ciudad de los hoteles temáticos. Eran tres, para empezar, aunque le siguieron muchos más que fueron mimetizándose con las necesidades de los tiempos. El último es el hotel Caniggia: es furor entre quienes el estrés los golpeó y necesitan desenchufarse y poner su cabeza en blanco una semana. También está el hotel político, construido en tiempo récord con dudosos fondos: todos mienten. Si el conserje dice que el hotel está lleno, entonces está vacío. Para la cena, al que pide milanesa lo entienden y le traen ñoquis. Pero está por cerrar: evasión impositiva, otra mentira.
La vida ha llevado a los entusiastas fundadores por distintos caminos, hasta volver a reencontrarlos este miércoles de primavera, con un asado en el medio de la nada, para festejar los 40 años de Hotelandia. "¿Te acordás el que quiso hacer el hotel temático del dulce de leche y lo tuvo que cerrar por invasión de bichos?", recordaban riendo entre anécdotas. "¿Y el que hizo el hotel temático punk y se lo destruyeron los huéspedes en dos días?".
Palabra va, palabra viene, las palabras siempre terminan apuntando a uno, como dardos cargados con el veneno de la verdad. Confesión va, confesión viene, las confesiones siempre desnudan a las personas, pero después dejan el alma sin pesos, sin presiones, sin más estigma que el de la libertad.
El dueño del hotel del amor cuenta: "Me fue bien. Pude vivir, darme gustos, trabajo nunca faltó y según mis estadísticas mantuve un 75% de ocupación en todos los años. Pero tuve que asesorarme todo el tiempo, muchos consejeros, muchos balances altos y bajos. Es lindo, estoy contento, pero el esfuerzo es agotador".
El dueño del hotel de la moda narra: "Yo tuve épocas de cinco hoteles, otras en las que tuve sólo el inicial. Fue y vino. Mucha inversión, ustedes saben. Que la ropa así y al año siguiente no se usa. Que el paddle y al año siguiente no más paddle. Que los videoclubs. Que Lady Gaga. Que la militancia... Ustedes conocen cómo somos las personas: nos dejamos llevar como un rebaño sin saber nunca quien es el pastor que baja las órdenes. Eso es lo que menos importa. La clave es ser parte del rebaño y seguir".
Hubo un silencio. La mesa ya estaba servida. Las achuras a punto, las ensaladas bien condimentadas, a la carne le faltaba un poquitín. En el aire, sólo el sonido de los pájaros. "Te toca, che". El dueño del hotel de los corazones rotos, introspectivo, como siempre, sabía que tenía que dar la receta de su éxito: una cadena en todo el mundo con 100 franquicias, la última en Punta Cana.
-¿Y che? ¡Contá!. 
-Nada, que se yo. Un par de blues siempre sonando, alguna película de esas de llorar en la TV y nunca fotos de mujeres en las paredes. Mi hotel es solo para hombres. Por eso es un éxito. Son mejores clientes. Más duraderos. Más fieles.
-Pero che, sólo con eso no podés hacerte millonario.
-Es cierto. Tal vez la clave, entonces, sea que nunca busque la fórmula mágica. Seguí el instinto, seguí la vida. Fue un negocio de sentimientos. Y nunca se rompió.

domingo, 8 de septiembre de 2013

De silencios y palabras

En la mesa, dos cadáveres: el de una tira de asado y el esqueleto de una pata de pollo. Además, dos papás fritas sobrevivientes y los restos de un tomate ignorado, perdedor ante la lechuga y la cebolla. En la mesa, la estela de las palabras dichas con gusto a derrota.
-Tenés que olvidarla. Ya van nueve meses. La vida sigue.
-No puedo. La pienso todo el tiempo. Es el amor de mi vida...
-No, la idealizás. Mucho. Demasiado. Ni siquiera vivieron juntos. Nunca. Hay que seguir. Tenés que salir.
En la mesa, siete días vividos y malgastados y una charla repetida. De nuevo, un puñadito de fideos despreciados y, enfrente, en el otro plato, las migas de pan cómplices de los ñoquis a la bolognesa que ya no están. Y, las palabras, siempre las palabras que, de tan repetitivas, aburren.
-Estás siempre parado en el mismo lugar. Peor: en vez de avanzar, retrocedés.
-Es la mujer de mi vida. Lo se...
No valía la pena insistir. Mejor el silencio como toda respuesta negativa. Hay silencios que dicen todo. Más que mil palabras que nunca enderezaron ni enderezarán el desamor de una historia de pasión nacida para ser así, torcida y desviada. Fue un verano de juventud, apasionado e infinito. Con promesas de mil y una noches, de mil y una vidas juntos. Hasta que los pedazos de ese sueño roto se desparramaron por el piso.
El azar hizo el resto. Ya de grandes, señora y señor de cuatro décadas, el destino se burló del recuerdo y los puso de nuevo frente a frente. Un subte perdido y un recuerdo encontrado en el vagón siguiente. Unos segundos de miradas. Varios minutos de abrazos y besos.
Lo que siguió fue todo muy rápido: amantes a escondidas y proyectos a contramano. Si de jóvenes sus vidas iban por veredas distintas, ahora directamente no coincidían ni en la misma calle. Pero el amor es tuerto y el enamoramiento es ciego. El vio lo que quiso ver y no vio lo que la venda de sus ojos le impedía. Se quedó en el pasado y en los sueños soñados. Y se olvidó de que enfrente estaba una mujer casada, con una hija recién adoptada, y con un corazón clínicamente lastimado que latía cada día con menos fuerza.
Ella vio lo que quiso ver y vio una vida imposible de desenredar. No había hilo suficiente como para tejer una nueva. Entonces, cortó por lo sano: "Adiós y buena suerte, hasta el próximo subte". Se fue. Se calló todas las palabras del teléfono y del mail. Ni una respuesta al celular mudo. Desapareció de todos lados, menos de su cabeza.
"No entendés, nunca me vas a entender. Es el amor de mi vida, no importa nada más”, repitó por enésima vez antes de aquel viaje laboral. En el plato, no quedaba ni una pizca de la milanesa napolitana. "A la vuelta, asado. Y a la vuelta, salimos a un cabaret. O al cine aunque sea", se le retrucó buscando quebrar la muñeca en la pulseada de su alma.
Hubo silencio. Un silencio que hablaba. Latía. Gritaba. El mismo silencio que, a la vuelta, con el asado frustrado, fue el dueño del mundo cuando se escuchó del otro lado de la línea teléfonica: "Murió ayer. Me avisó la madre. Y yo estaba afuera. No la veía hace meses. Ni siquiera pude despedirla. Se fue. Se me fue el amor de mi vida".
No valía la pena insistir. Mejor el silencio como toda respuesta afirmativa.

martes, 3 de septiembre de 2013

Pochoclito

"Perfecto. Una excelente afeitada".
Al fin, después de cuatro meses, el miércoles iba a tener su primera salida en esta nueva etapa de soltero. Parece que la gordita de la vuelta dijo que sí. "Se hizo rogar la guachita. Eso tienen las minas. Saben mejor que nosotros cuando apretar el acelerador y cuando poner el freno. Nos manejan a su antojo", se decía mientras se miraba al espejo y se pasaba la mano por su rostro de aquí para allá, buscando algún pelo rebelde que se haya negado a salir apegado al rubor de la mejilla, el mentón o algún otro recoveco de la cara.
En realidad había una alta probabilidad, pero ninguna confirmación. Lo de la gordita, ese tema. Ya había suspendido dos veces. O era tímida, o no tenía la menor intención pero no quería lastimar con un no. Buenita la gordita...
Por las dudas había que estar listo. Y eso significa el mejor look posible, es decir, con barba de cuatro noches. "Hoy es sábado a la noche. Viene domingo, lunes, martes y miércoles. Perfecto", enumeraba mientras se esparcía la colonia y quedaba perfumadito y con olor rico, listo para ir a dormir. "Hoy es sábado a la noche", se repitió y, de inmediato, vio como ese ser que habita en el espejo, tan parecido a él, tan distinto a él, le hacía una mueca de resignación. "Hoy es sábado a la noche", se repitió. Y el gesto en el vidrio ya estaba desfigurado...
La remera de siempre, el pantalón de siempre, el colectivo de siempre, la fila del cine de siempre, y la pregunta de siempre de la vendedora: 
-¿Alguna promoción? ¿Quiere el súper combo de pochoclos y nachos? ¿O los chupetines nuevos con la imagen de los animalitos de Madagascar?
-No, gracias. Pero tengo dos por uno en entradas.
-Pero usted está solo, señor.
-Pero tengo dos por uno.
-Pero usted está solo, SEÑOR.
-¡Pero tengo dos por uno!
-¡Sí, pero usted está solo!
-No, nena. En la vereda hay una viejita que mira para adentro del Shopping. Tiene sueños en los ojos. Sueños de compañía, de que alguien le diga hola. De dejar de ser una estatua que nadie mira mientras su corazón se apaga cada día un poquitín más. Dame el dos por uno, por favor, nena.
La viejita miró la entrada una y otra vez. "Es de verdad, abuela". "Hace no sé cuantos años que no voy al cine, querido. La última fue Chicago, en 2003. Ganó el Oscar, ¿sabías querido?". "Sí, abuela, pero hoy quiero estar un poquito solo, la próxima la invito y hablamos más, ¿sí? Venga, subamos juntos, es por acá".
Le regaló el paquete más grande de pochoclos, aunque la abuela le haya divertido que le daban "gasecitos". Mitad arrepentido, mitad encantado, pensó en retomar la charla con la abuela. "¿Tiene niet...?". Esa letra O nunca salió de su boca. Murió sin ninguna explicación. También la ese. Bajando las escaleras, justo cuatro filas delante, una pareja se mimaba y besaba con ternura. De esos besos primerizos que parecen pedir permiso, con lenguas que quieren ser conquistadoras de universos ajenos, aunque todavía se muestran extranjeras del territorio que desean exploran de punta a punta. Chocan, se golpean, pero aun no se entrelazan.
-Cinco nietos. Dos, dos y uno. Dos de mi hija mayor, que es abogada. Dos del del medio, que es médico. Una del más chico, el músico, que es un tiro al aire pero parece que encontró una chica que lo encarriló. Pero los veo poco, porque mis hijos viven lejos y ellos no vienen y yo puedo moverme poco, ¿viste? Me cuesta caminar. Lástima mi marido, que murió apenas nació la nieta mayor. Un ataque al corazón, querido. Así, de un momento a otro. Muchas preocupaciones que no sirven para nada. Como vos, que estás preocupado por esa chica de adelante. ¿Querés pochoclito? No comiste ni uno...
-No, gracias. Tengo dos muelas con caries y el pochoc... Espere, abuela, ¿qué chica de adelante?
-Esa que mirás ahí, en la fila de adelante, querido. Esa que está besando a ese otro señor, justo ahora. Esa, esa misma. Esa que te hace humedecer los ojos. ¿Querés un pañuelo?
-No, no. Gracias.
-¿Hace cuánto, querido?
-Unos pocos meses.
-¿La extrañás mucho?
-A veces. Vio como es esto, abuela: la soledad trae recuerdos, los recuerdos traen nostalgia, la nostalgia trae tristeza, y la tristeza trae soledad. Es cíciclo. Y también verla así, tan, tan... Así, tan... Siento bronquita, ¿sabe? Ella decía que iba a tardar años en tener otro. Yo le decía que al revés, que habrá miles de buitres revoloteando por su nido. Las mujeres eligen, pero los buitres vuelan. Y yo nunca fui buitre, ni aguila. Tengo el doctorado de pichón en esta vida, abuela.
-Ah, sí, entiendo. Ayer vi un documental de ese canal de bichos raros, ese Animal Planet. Se aprende mucho, ¿viste? Los animales no se complican tanto. Eso es mejor. Uy, empieza la película, querido. Espero que no sea de llorar porque si no nos vas a ahogar a todos vos.
Era de llorar, pero nadie se ahogó. "Hiciste bien en ponerte esa revista en la cara cuando pasó la chica de la mano de ese tipo. Mejor no ver. Los ojos son asesinos del propio corazón. Yo soy medio miope, querido. Veo lo que puedo. Y aprendí a ver lo que quiero. Y ahora vamos yendo. Agarrame del brazo que me caigo, no puedo caminar bien. El reuma. Pero igual vos quedate tranquilo, el sábado a la noche voy a estar en el mismo lugar, si querés, y me invitás de nuevo. Mirá, sobró un poquito de pochoclito, ¿querés?”.