Ricardo Lechuga Amuchástegui conoce como la palma de sus manos las
calles del pueblo donde vive. Todas y cada una de las esquinas. Los
negocios. Las sombras y los soles. Los pisos, los cielos y las lluvias. Y
las caras... Tantas caras. Tantas historias con rostros poblados de pasado.
Alguna
vez Jorge, un primo lejano de Buenos Aires al que apodaban Rabanito, le
cuestionó el estilo de vida en un lugar donde todos pero todos se
conocen. “¿Qué privacidad podés tener si a cada paso tenés que saludar a
alguien?”, le espetó Rabanito. Ricardo nunca se define: a veces ama
vivir en su pueblo y lo siente su lugar en el mundo. Otras ansía con
volar lejos, muy lejos, para empezar de cero en un lugar donde no
conozca absolutamente a nadie.
Ese amanecer, aun con el rostro algo
ensangrentado por la corrida nocturna, y tras tomar un camino distinto
al de los dos perros ovejeros, recorrió y recorrió por las calles en las que
tantas zapatillas había gastado de chico, de adolescente, de joven...
Se limpió un poca la cara en el baño en la estación de servicio de la
ruta, y volvió a su casa, del otro lado del pueblo. Tenía certezas y
dudas por igual, una ecuación que nunca puede ser sana.
Siguieron
días inquietos y de preguntas. Soño una y mil veces con la Emilse, la
damita que se le metía en los sueños sin pedir permiso. Soñó alguna vez
con el padre de la Emilse, el comisario, que también se introducía en
sus sueños de manera intempestiva, violenta y amenazante. "¿Cuándo la
ciencia inventará algo para sólo soñar sueños lindos?", se preguntaba
siempre. "Si la vida fuese hecha de rosas sin espinas, no podríamos
valorar realmente el aroma de la flor", le dijo alguna vez Cebolla, su
padre. "De los sueños feos también se aprende", fue la enseñanza de
Tomate, su madre.
Pero más allá de los sueños dormidos, Lechuga pasó
muchas horas de esos días desvelado por el episodio que vivió con los
ovejeros. Sus ladridos, y sus mensajes. Fantasía o realidad. Se
convencía que no podía ser, que seguro había sido el efecto del golpe en
la cabeza que le provocó alguna alucinación. Igualmente, cada vez que
se cruzaba con un perro, lo miraba fijo a los ojos esperando una señal.
Un gesto. Algún indicio. Pero las señales no llegan cuando se las busca,
sino que, caprichosas, aparecen de la forma más inesperada.
"Chau
Rosita", saludó esa mañana otoñal a la gordita de la esquina, la hija
del verdulero, que baldeaba la vereda como cada día de su monótona vida.
"Chau Ricardito", respondió con su tono meloso, ciertamente dulzón.
Unos metros más allá, Simón, el perro de la señora González, un Jack
Russell simpático como todos los Jack Russell, contempló la escena.
Cuando Lechuga pasó frente a él, le ladró varias veces mientras movía el
rabito y le tironeaba la correa a su dueña.
Ricardo se puso blanco.
Dio vuelta y miró a Simón. El perro le mantuvo la mirada fija. La señora
González, siempre inoportuna, interumpió el contacto: "Buen día
vecino". Simón volvió a ladrar. Ahora fueron tres veces. Ricardo
entendió cada letra de ese triple Guau: "Boludo, la gordita está muerta
con vos". "¿Te parece?", le respondió Lechuga. "¿Si me parece que cosa?",
se metió la señora González. "Sí, seguro. Yo que vos le tiró los
perros", ladró Simón. Después tomó su pelotita de tenis del piso y se
metió en la casa. Antes de entrar, giró y miró por última vez a Ricardo.
"Creo que el perro me guiñó un ojo", se quedó pensando...
viernes, 27 de septiembre de 2013
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