“No puedo más”, gritó bien fuerte en la penumbra de
su habitación. La cama extrañamente deshecha. El gato, testigo involuntario
del caos, maullando para salir de esa habitación en busca de más comida. Dos camisas
tiradas, tres pantalones y algunos papeles de chocolate. Bombachas y corpiños
como tapetes. Cadáveres varios: una botella de whisky, múltiples colillas de cigarrillos y de porros manchados con fino rojo labial.
“No puedo más”, se repetía una y otra vez como quien
busca en las esquinas del sufrir los límites para resurgir. Nunca los encontró.
Desdoblaba su vida entre exigencias, responsabilidad y excesos. Más y más. De todo más. Nunca le gustó
esa ensalada, pero tampoco quiso pedirle otro plato a su mozo imaginario. No
hay caso: los postres tardan en venir.
Para peor, el pasado cumplía al pie de la letra con
lo que tiene que hacer en casos así: atormentaba. Con fuerza. Impiadoso. Porque
un buen pasado es impiadoso. En realidad, más cruel que impiadoso. El orden de
los factores altera el producto.
“No puedo más”. Nunca vociferaba esas tres palabras al
universo. Pero las decía a cada paso, en cada gesto. A veces no hace falta
hablar para hablar. Sus auriculares destilaban ruidos de guitarras, baterías y
las tres apestosas palabras de siempre que parecían encajar en la métrica de
cada canción.
“No puedo más”, gritó esa vez con toda su fuerza
interior. Su gato no estaba con ella. No había corpiños desparramados ni cadáveres
etílicos. Abrió los ojos y sintió sobre sus hombros la insoportable presión de todas
las miradas del vagón del subte. En la siguiente estación se bajó. No tenía
idea cual era. Era lo que menos importaba. Daba lo mismo si estaba en Plutón o
en Carlos Pellegrini. Ya había tenido esa misma duda muchas veces.
Corrió a los tropiezos, encontró un banco y se sentó
a llorar desconsoladamente como hacía mucho no lo hacía. Como hace mucho no se
lo permitía. Sus espasmos se detuvieron cuando escuchó una voz suave que le
sugería: “¿Querés un postre? Algo dulce te hará bien”. Sin dejar de llorar,
contestó: “¿Y vos quién sos? ¿Por qué estás así vestido? ¿Qué onda?”. “Tu mozo imaginario. Estoy vestido
de mozo, ¿no ves? ¿Flan o ensalada de frutas? ¿Qué preferís?”. “Nada, todavía tengo
en el paladar el gusto de la ensalada del mediodía. Es más, vivo con ese asqueroso gusto
a ensalada en el paladar”.
Cerró los ojos por unos segundos para tomar fuerza
para el suspiro más largo de su vida. Cuando los abrió, no había más mozo.
Buscó una mirada cómplice, pero nada. Estaba sola en el andén. Como siempre: sola de sus soledades.
Salió a la calle, caminó 10 cuadras para aquí y otras
tantas para allá. Se paró en una esquina sin nombre ni apellido. Miró para
atrás y un bar de mala muerte la invitaba a entrar. Se limpió la
última lágrima que le quedaba, llamó al mozo y pidió: “Una ensalada completa. Y
un flan”. “¿Solo, con dulce o con crema?”. “Como usted quiera”.
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