Las cinco pelotas vuelan por el aire en una fiesta
de colores. La vista clavada adelante, dándole impulso una a una. La roja, la
naranja, la amarilla, la azul, la verde... Vuelan y vuelan. Libres de espíritu y de alma. Y hasta parecen
sonreír. Sí, las pelots parecen sonreír.
El Pibito acelera y las hace rebotar contra el
techo. No se rompen, ni se quejan de dolor. Lo que gusta no duele. A nadie. Un
malabar con el pie, otro con la rodilla y el final digno de Hollywood con las
pelotas descansando sobre su nuca. Extiende los brazos hacia los costados,
mueve las manitos sucias que no llegan a diez primaveras y pide “un aplaaausooo
por favoooooooor”.
La mitad del Subte le regala el sonido que pide. La
otra lo castiga con indiferencia. Se sabe, no hay peor castigo posible. Junta algunas monedas. Poquitas, pero las suficientes para mandar algo al
exigente estómago que siempre pide un poquito más. Al final del vagón, una señora de
cincuenta y tantos otoños, maquillada hasta los dientes, acomoda su cartera
imitación de la mejor cartera. Una moneda impertinente rueda por el asiento y cae al
piso. Su mano de uñas esculpías queda a centímetros de los deditos sucios del enano
malabarista. Los dos van en busca de esos 25 centavos. Es cara o ceca.
-Esa moneda es mía, nenito.
-Ya lo sé, doña, se la iba a dar nomá’.
-Yo no te pedí eso. Dejala.
-La dejo, doña. No la quiero. A la moneda, digo…
Por la noche, en la cena, la cincuentona le contó la
anécdota a su esposo, que como siempre le daba más bola a los culos de las
bailarinas de Tinelli. “Entendés, querido. Me quiso robar la moneda el
mocosito. Así está la calle, querido”.
Por la noche, en la
cena, el Pibito le contó a su madre la historia. Un guiso decorado con más
salsa que sólido era el manjar nocturno para él y sus cinco hermanitos. Y
las palabras del malabarista que flotaron en la casita prefabricada: “Así está
la calle, mamá”.
Siempre dibujo en mi cabeza historias así cuando veo ese tipo de situaciones. Me gustó muchísimo esto, che.
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