martes, 5 de junio de 2012

HdP 10: Tiempo al tiempo

La nariz era una canilla chorreante de sangre. Parecía agua por su fluidez. Igual la boca. La cara contra el cemento del callejón gris ya teñido de rojo. Sentía un dolor que crecía galopante cada segundo, en cada hueso, en cada poro. Un ojo cerrado, el otro atento a recibir el golpe final.
"Dale Gordo, remátalo de una patada a este puto del Deportivo. Así no se nos vienen a hacer más los gallitos a nuestra cancha".
Como siempre en estos casos, el Gordo -pecho al aire, tatuajes al por mayor, bermuda de jean, gorrito del Atlético en la cabeza y zapatillas blancas ahora con salpicaduras coloradas-, fijó la atención en su víctima antes de darle la última patada. "Dale Gordo, decile que con el Atlético no se jode, que se zarparon con la banderas y sacale dos dientes a este puto de un golpe. Hacelo mierda. ¡Dale! ¡Vas a ver, puto!".
El Gordo no escuchó nada. Llevaba segundos retrocediendo al pasado. Inventó la máquina del tiempo y viajó diez años en un pestañeo. La mente viola las leyes temporales. Y ahí estaba, en aquellos años de secundaria nunca terminada. Años del barrio y sus esquinas. De los códigos de la calle. De los amigos que se fueron para siempre. Y de los que se fueron para allá, a la ciudad, a buscar otra vida a la tierra de promesas incumplidas.
Como Juancito, que era el buenito del grupo. El que lo ayudó al Gordo a conseguir su primera novia. Su primer laburo. Con el que discutía de fútbol y hasta alguna vez se agarraron a piñas para terminar abrazados, llorando y pidiéndose perdón. Juancito, al que no veía desde exactamente 12 veranos, cuando al día siguiente del descenso del Deportivo, se fue al centro para no volver. Juancito, que ahora miraba con un ojo cerrado y el otro atento para recibir la última patada que nunca llegaría. No hizo falta palabras. De ninguno de los dos. El pasado los unió en ese presente que presagiaba el futuro.
"Vamos, ya fue", dijo el Gordo. "¿No le vas a pegar más?", le preguntó uno de sus dos laderos en la barra del Atlético. "Dije que ya fue". Diez metros más allá, titubeó en darse vuelta y ayudar a quien poco antes había sido su víctima. Fueron cinco segundos. Parecieron diez años. O doce veranos. Siguió caminando con los ojos vidriosos y la vista adelante, aunque con un ritmo menor. Una duda, un paso. Una duda, un paso. Las dudas se acabaron con el ruido de seis balazos impecables e implacables en su espalda. La ambulancia tardó 20 minutos en venir. Fue en vano, el Gordo, río de sangre, con un ojo cerrado y el otro atento, ya había viajado en el tiempo.

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