Abrazados, Cacho lo palmeaba como se palmea a un
amigo en un mal momento. Así, con ganas y fuerte lo palmeaba. O, por lo menos, así sentía que debía
palmearlo. Lo soltaba, lo miraba a los ojos, volvía a abrazarlo y entonces repetía el
ritual de la palmada. La escena duró unos cinco minutos. Nunca se enteró, de verdad, lo
que pasaba del otro lado de la palmada.
Antes hubo picada, cerveza, el partido de fondo en
la tele sin volumen y la charla. "Vení loquito, venite a casa que comemos algo y me
contás. No te hagas problemas. Siempre le pasa a todos. A mí me pasó varias veces. Dale, no te
deprimas. Yo te hago al aguante".
Cacho acababa de escuchar la historia de su amigo
por teléfono. No dudó: de inmediato lo invitó a su casa. "Para eso están los
amigos, para estar con el otro en los momentos terribles de la vida", insistía Cacho. Del otro escuchaba una voz que le aseguraba que era lo mejor que le podía haber pasado. "Dale boludo, ¿somos amigos o no somos amigos? A mí no me jodas, dale. No seas boludo, boludo. Si tu ex te calentó siempre. Si esta buenísima la muy guacha. Seguro que como llevabas un par de meses sin nada, por eso no pudiste. Macho, es normal. N-or-m-a-l".
De nada sirvió repetir la explicación en la cena. Ni
una, ni dos, ni tres veces. Ni durante el helado. Cacho repetía: "Que boludo sos. No tengas
vergüenza, boludo. A todos nos pasó alguna vez. Sé que vos eras un relojito,
que siempre tuviste minitas lindas y que no te comías cualquier cosa. Pero que
no se te pare es algo lógico. Es hormonal. Una vez lo leí en una revista de
animales, y no sé qué relación le metían con los hombres… Le pasa a todos:
perros, gatos, elefantes... ¡Hasta a los burros! ¿De qué carajo te reís, pelotudo?".
A Cacho no le cerraba ninguna explicación y
masculinizaba cualquier teoría. "No, boludo, no me jodas. La mina está
buenísima y no se te paró. Debés estar quebrado por dentro y por eso me tirás
cualquiera”. Cacho nunca entendió eso de que la cabeza de arriba manda. Mientras escuchaba, movía su cara de izquierda a derecha y negaba cualquier explicación. "Cachito, amigazo. Para mí era la mujer más hermosa del planeta. Con solo
escucharla hablar me erizaba del norte al sur. Y ni te cuento mi Ecuador. Pero vos sabés,
Cacho, que todo terminó muy mal. Demasiada mentira, demasiada mierda. Después de
un tiempo ella llamó para vernos. Que extrañaba mis labios. Yo dudé. Pero bueno, la carne es débil. Mi
cabeza de arriba no quería, pero la de abajo sí. Nos encontramos. Tenía el escote más generoso de todos los tiempos, y eso que ella se ponía escotes generosos para lucir las curvas que le regalé y tan bien le quedaron. Desde que nos saludamos con un beso justo ahí, en la comisura de los labios, ella
estuvo mimosa. En la cena, Dana tomó una copa, dos, tres… Jugueteba con el hielo en la boca. Después quiso recordar
alguna de aquellas buenas noches. Hubo besos, mimos, caricias… Llegamos al telo
y bueno, ya sabés, ya te conté. No pasó nada. Ganó la cabeza de arriba. No pude. Y eso, listo. Soy feliz”.
Ahí llegó el abrazo de Cacho. Ahí, justo ahí, llegaron
las palmadas. "¿Feliz? Sos un pelotudo que no quiere reconocer nada. Nos pasa a todos, boludo. No estés mal". Del otro lado de la
palmada, estaba un hombre con la sonrisa más grande del mundo. Sonría de norte a sur. Y también en su Ecuador.
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