jueves, 20 de agosto de 2009

RG 5: La morochita evangelista

Por tercera vez en cinco minutos, el Flaco quedó cara a cara con el arquero. "¡Concha de Dios!", gritó enfurecido: de nuevo Juan le había sacado el gol en el picadito de los sábados. "Che, Flaco. Dios no tiene la culpa de que seas un burro. Y, además, es varoncito". "Andá a cagar. Vos y tu Dios invisible", contestó mascullando una bronca que le duraría una ducha y varias cuadras de caminata, hasta toparse con el repiqueteo de unas monedas que hacían ruido en un tachito. "Una limosna para este cieguito, por favor".
El Flaco pasó de largo, lo miró de reojo y tropezó con alguien. "Perdón", dijo instintivamente, sin percatarse con quien había chocado. "No es nada", le contestó la morochita con cara de angel, que le dio un beso al ciego, una moneda e inmediatamente ingresó en el templo evangelista. Impulsivo, el Flaco cruzó esa puerta y se encontró con una escenografía de esas que aborrecía. Allá, adelante, un pastor arengaba a su fiel rebaño que levantaba las manos y oraba en un estado de semitrance. "Tú, hermano, que recién has entrado en la Casa del Señor, bienvenido seas". El Flaco tardó en reaccionar. Miró una y otra vez, y se dio cuenta de que sí, que efectivamente le hablaba a él. "No, pará loco. Yo entré porque... No, dejá. Esto no es para mí". Con una gotita de agua de la ducha qur todavía le caía por su largo pelo, buscó rápidamente la calle.
-Pibe, así no.
-¿Así no qué?
-Así nunca te vas a ganar esa minita tan linda. Fue cupido, algún angel, o algún Dios que hizo que se choquen. Y yo le vi la carita a la morochita. Le gustaste.
-Pará, pará: ¿Vos no sos ciego? ¡Vos sos un estafador de mier...!
-Menos averigua Dios y perdona, pichón. Guarda mi secreto y yo te doy un consejo. ¿Trato hecho?
Dudó. Demasiado. Repasó su vida de los últimos tiempos. Pesó en la balanza lo bueno y lo malo. Vio que el platillo titilaba en el rojo del desamparo, recordó su promesa de cambios, contuvo la trompada al ciego fraudulento y respondió:
-Tenés mi palabra.
-Buena elección, pichón. Volvé la semana que viene, a la misma hora. Dejá que el Pastor te haga alguna pregunta. Tragá saliva y seguile la corriente. Y esa misma noche vas a terminar en el café de la esquina con la morochita.
-¿Quién sos, Mandrake?
-Suerte, pichón...
Siete días después, el Flaco tuvo otro mano a mano con Juancito: pelota abajó junto a un palo. Inatajable. Festejó mirando el cielo con los dedos índices apuntando al cielo razzo de la canchita del barrio. "Já, ¿sos Jesús, ahora?". "No, Juancito, estoy practicando".

Era otra gota, muy parecida a la anterior, la que esta vez le caía por el pelo. Preparó una moneda, pero el ciego no estaba. Espero en la puerta y tampoco veía entrar a la morochita evangelista. "Cara paso; ceca me voy a la mierda". Escudo nacional. Adentro lo de siempre. El Pastor y su rebaño. Y ese ángel convertido en oveja.
El café estuvo delicioso. El primer beso, nacido al mes siguiente, también. Tuvieron un sexo de mitad de tabla que tardó en llegar, pero se convirtió en campeón del mundo cuando ella, dos orgasmos después, le dijo: "Te amo más que antes". El Flaco tomó su balanza y el platillo de las alegrías pesaba más que cualquier debate sobre teología.
Era inútil: ya lo había intentado y cuando, su ángel lloró, entendió que ciertas creencias pueden descansar en paz a un costadito del alma. Esa lágrima en la mejilla le dolió mucho. Demasiado. Entonces, enterró por un rato a Carl Sagan, Darwin, los monos y el ateismo universal.
El Pastor fue el padrino de bodas. El ciego les regaló un hermoso cuadro ("lo elegí yo, pichón. ¿Te gustan los colores?", le susurró al oído al Flaco). María, la mayor, será como la madre: una buena maestra y un hermoso ángel. José, el menor, jugará con sus amigos el picado de los jueves por la noche. Y definirá abajo, junto a un palo. Inatajable.

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