martes, 19 de enero de 2010

RG 22: la Gorda y el Flaco

Correteaban las mismas calles del microcentro pagando impuestos y resolviendo trámites. Se cruzaron en algunas filas de bancos, se miraron en algún local de comida rápida, se regalaron las primeras palabras en algún kiosco, se citaron en alguna noche y se besaron en una madrugada. Siguió lo que siguió: pasión, encantamiento, sexo, más encantamiento. Luego, proyectos en común. Sumaron meses y juntaron ganas, dinero, necesidades y miserias. La matemática no falla: alquilaron un dos ambientes modesto pero cálido. Sobre todo en verano, muy cálido. Y, después, la dieta de las tres P: patys, papás y lo que sobraba en preservativos. De los grises, los espermicidas, porque no vaya a ser cosa que apareciese la cuarta P y se deba correr al súper de los chinos a comprar pañales.
"Gorda, hacés muy bien lo tuyo. No hay ninguna queja. Pero olvidate de tu aumento de sueldo. Acá las cosas están muy mal. Agradece que te quedás con el trabajo". Y la Flaca tragó saliva y escupió futuros imaginados. Tenía las suelas gastadas por patear calles y la billetera demasiado vacía por gastar dinero. Los sueños del viaje a Europa y de las siliconas quedarían para más adelante. Todavía quedaban primaveras para declararlos inalcanzables.
"Flaco, hacés muy bien lo tuyo. No hay ninguna queja", fueron las primeras palabras que escuchó él. Pero siguieron unas distintas. "Me caés bien, ¿sabés? Te voy a dar 500 de aumento. Y este sábado hay una fiesta de la empresa que quiero que vayas. Portate bien. O portate mal. Vos entendés...". Y el Gordo tragó saliva y escupió miedos inimaginados. La frase de su jefa cuarentona, divorciada último modelo, siliconas perfectas y bronceado milimétrico, le retumbaba en la cabeza.
"Negrito, tengo un problema", le dijo a su amigo del alma mientras lo acompañaba a comprar las zapatillas Niké naranja. "Dale para adelante" fue la respuesta instintiva del Negro, un animal salvaje que no separa sexo de amor. Se trata de un habitante de la jungla del vale todo, donde los principios valen menos que una encamada barata y sin sentido. "No, no puedo hacerle eso a la Gorda. Yo no soy así", contestó el Flaco mientras el pájaro de la publicidad repiqueteaba su duda: la jefa o los códigos. Eligió los códigos y abrió la jaula.
Prometió portarse bien y no portarse mal. Le dio un beso a la Gorda y le dijo: "Te amo. Vuelvo en un rato. Voy a la fiesta, pongo la cara y vuelvo con vos. Nos va a servir para nuestro futuro. Un poco de caretaje, nada más". Tomó el colectivo en la esquina y evitó que el taxista lo salpicara con el charco de la tormenta que ya había pasado. Bailó los últimos éxitos de moda, aunque el fabricante de modas nunca lo convenció. Saludó a todos sus compañeros de trabajo, aunque algunos no le respondieron. Se dejó seducir por la jefa, aunque nunca pisó el palito de la trampa. La trampa a uno mismo, la que empaña el espejo de la conciencia. Que es, sin dudas, la peor trampa de todas. Y, finalmente, se escapó de la fiesta a la que nunca quiso ir con el orgullo del deber cumplido.
Tomó el colectivo de vuelta y esquivó aquel charco de ida. Un par de horas antes de lo prometido y con una docena de rosas rojas en la mano, abrió la puerta del dos ambientes cálido. La Gorda lo esperaba acostada en la cama. Parecía dormida. Debajo de la cama asomaban un par de inconfundibles zapatillas Niké de color naranja. El Flaco no dijo nada. Puso dos pantalones y tres remeras en su bolso de Ferro, ignoró las súplicas de disculpas, abrió la puerta, tomó las flores, se las regaló a la vagabunda de la esquina, pisó el charco de la esquina con ganas y caminó sin rumbo fijo durante tres horas y 43 minutos.

1 comentario:

  1. Muy bueno Caballero.

    Quien no conoce los códigos, probablemente tampoco entienda por qué pide disculpas, no?

    Besos

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