El bravío sol de noviembre alumbraba la mañana. El
silencio era el dueño de todo, hasta que como siempre pasa, dejó de ser dueño y
se convirtió en esclavo. “¡Puta madre!”. El grito agudo llegaba desde el baño. “¿Qué
te pasó?”. La muchacha señalaba el espejo, con una pequeña mancha en su costado
inferior izquierdo.
-No sé, mirá. El espejo, está manchado. Anoche no
estaba así…
-¿Estás segura?
-Sí, estoy segura.
-Bueno, es una manchita.
-Nene, vos sabés que soy obsesiva de la limpieza.
-¿Y cómo pasó?
-No sé. Anoche me estaba sacando el maquillaje
y estaba normal. Fue antes
de irnos a la cama, cuando me alcanzaste el teléfono que llamó mi novio y le dije que estaba cansada, que me tomaba un Aplax y me iba a dormir. Lo que me pone del orto es que le pasó limpiador una y otra
vez y la mancha no sale.
Desde ese día, cada vez que la muchacha se miraba al
espejo tenía que compartir la imagen de su rostro con esa suciedad marrón, casi negra, que le impedía verse tal cual como
ella quería y le manchaba su aniñado rostro. Es que esos son los espejos, según quien se mire: la realidad más
pura o la más disfrazada.
A la semana siguiente, en otra mañana encantadora de
noviembre, la mancha creció. “Aaaahhhhh!!”, gritó la muchacha. Esta vez estaba
sola, raro en ella. Llamó a su padre y le dijo: “No sé qué pasa, me asusta un
poco. La mancha ya llega casi a la mitad del espejo. Yo vine al baño anoche, después
que hablamos y te dije todas las cosas que me hizo el cretino de mi ex. Sí, sí,
después que te prometí que te iba a pagar lo que te debo la semana pasada. Y
ahí tenía la manchita chiquita. Y ahora creció mucho. ¡Qué mierda!”.
Las manchas fueron creciendo. “No lo quiero tirar ni
romper porque trae mala suerte”, le contó a una amiga después de ver como el
vidrio ya era más marrón que espejado. Igualmente, siguió con la charla y,
presumida, anunció: “Sí, sí, tengo dos ofertas de trabajo para dar clases de baile,
tengo que ver por cual me decido”. Su amiga Yasmín, bella como una flor, se permitió dudar: “¿Pero si hace mil
años que no das clases? ¿Cómo conseguiste esos contactos?”. La respuesta siguió
con furia: “¡Me estás llamando mentirosa! Andate de mi casa, puta. No te quiero
ver más”. Le revoleó un cenicero por la cabeza que no acertó el destino, y le dedicó un
minuto de insultos desde la escalera del primer piso, departamento D. Sus perros ladraban y, pobres, se ligaron unas cuantas inmerecidas patadas.
Era una calurosa noche de diciembre. Fue al baño a
lavarse la cara y se clavó varios vidrios en sus pies. El espejo se había roto
en mil pedazos. Y, como toda ruptura, dejó sus marcas. La recuperación le llevo unos
meses. Antes, pasó una semana en el hospital. Lo primero que hizo fue pedir que
tapen todos los espejos. Desde entonces tiene fobia a cualquier vidrio que
refleje la realidad que no se anima a ver.