"Todos los hombres tenemos dudas. Siempre. No es malo tener dudas, porque
lo bueno es que permiten encontrar respuestas". Una madrugada perdida
en el bar del pueblo, papá Cebolla le había dejado esas palabras
grabadas en el oído a su hijo Ricardo Lechuga Amuchástegui. Eran tiempos
donde la adolescencia no quería irse, pero el hombre que llevaba dentro
inevitablemente le golpeaba la puerta con ímpetu.
Desde ese día,
Ricardo no le teme a las dudas. Es más: las respeta. El proceso es
sistemático: aparecen, las enfrenta, se libra una pulseada fervorosa y,
por último, llega la idea que triunfa. Entonces, Ricardo se siente
liberado. Mamá Tomate ya conoce su sonrisa aliviadora después de esa
rutina. "Ganaste", le dice cuando percibe que Ricardo logró resolver
alguna encrucijada de esas que se enroscan en el alma y no encuentran la
salida del laberinto.
Pero esta vez, la duda lo carcomía más que
nunca. "¿Puedo entender lo que me dicen los perros? ¿Cómo es que
comprendo cuando me dicen guau? ¿Será fantasía? ¿Será realidad? ¿Seré un
genio o me estaré volviendo loco? ¿O las dos cosas?". Las preguntas
brotaban como agua de cascada y quedaban estancadas abajo, en el arroyo
interior que no lleva a ninguna parte.
Ricardo necesitaba compartir
su realidad, pero no encontraba con quien. Sus amigos no lo entenderían.
Sus padres menos. Pensó en un psicólogo, pero recordó que el
espcialista del pueblo de al lado tiene un perro: un pit-bull llamado
Freud, con cara de malo y ladrido furioso. "A ver si voy y el perro me
analiza con un simple guau", pensó. Idea descartada.
Entonces recordó
a su ex compañero de secundaria, el Mudo Gomas. En dos años nadie le
conoció la voz en el curso. Por eso lo llamaban mudo. Hasta que un día,
cuando terminaba segundo año, en una fiesta de 15, sorprendió a todos.
El disc-jockey hizo un silencio inoportuno justo cuando el Mudo le decía
a Ricardo: "Viste que gomas tiene la prima de la del cumpleaños. Que
gomas. ¡Que gomas!".
El Mudo vivía en las afueras del pueblo, en una
casita a unos 300 metros de la ruta, a la que se llegaba por un camino
de tierra y piedras, solo caminando. Quien sabe porqué, a Ricardo le
gustaba visitarlo de vez en cuando. Bah, en realidad, es sabido porque:
le gustaba sentirse escuchado. Y eso es lo mejor que hacía el Mudo:
escuchar.
-Mudito, tengo un problema. Puedo entender lo que me dicen los perros. En serio, comprendo cuando me dicen guau.
El Mudo no reía. Nunca. Pero esa vez, no aguantó y lanzó una carcajada.
-No seas boludo, ayudame. No sé que hacer.
El
Mudo seguía riendo. Cuando paró, cinco minutos después, le dijo: "A
ver, hagamos una prueba". Lanzó un chiflido al viento y rápido apareció
Bernardo, su boxer. "Bernardo, decile algo al amigo Lechuga", le pidió
el Mudo a su perro. Siguieron dos ladridos cortos y uno largo.
-A ver, ¿qué dijo?, inquirió el Mudo.
-Me pidió algo.
-No me digas, en serio.
-Sí.
-¿Qué te pidió?
-Que te diga algo.
-¿Qué cosa?
-Que
te diga que dejes de llorar por las noches, que esta vida no es vida
así. Que hagas cosas que te gusten, que pruebes, que intentes, que
salgas, que te ciagas y te levantes.
El Mudo se puso a llorar
desconsoladamente. Ricardo le dio un abrazo y se fue despacito por el
camino de tierra. A los pocos metros, Bernando ladró. "Dice que tiene
hambre, Mudo". Y siguió hasta la ruta con las dudas todavía sin
resolver.
martes, 8 de octubre de 2013
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