lunes, 14 de octubre de 2013

El encantador de perros, Capítulo 5. Zoo.

Perros. Gatos. La gran ciudad se divide en perros y gatos. Ellos se acomodan a sus dueños o vagabundean por las calles. Quien sabe cuales serán más felices. Seguramente, los que pasean con cadena enviadarán la libertad de los que andan sueltos en la calle. Seguramente, los sueltos enviadarán a los que tienen siempre un plato de comida caliente cuando la panza cruje. Los hombres siempre quieren lo que no tienen. Los perros y los gatos, es posible que también.
Perros. Las ciudades chicas, los pueblos perdidos en el tiempo, son dominados por los perros. En la estación de micro, donde van y vienen almas que buscan destinos perdidos, siempre hay perros que ladran las partidas y mueven la cola en las llegadas. Como dando bienvenidas; como chumbando las partidas.
Ricardo Amuchástegui quería alejarse de los ladridos. Tenía un don y ese don lo atormentaba. Las virtudes no son tales sino se las sabe aprovechar. Y, a veces, se corre el riesgo de que se produzca una metamorfosis y se conviertan en defectos. Lechuga no sabía que hacer con ese don de entender el significado del guau. Hasta que una noche, pensando en la nada mientras miraba la trasnoche de Animal Planet, pensó: "¿Serán solo los perros?".
Al día siguiente, bien temprano, fue a la Terminal. Se puso tapones en los oídos para no escuchar los ladridos. Pidió un boleto para la capital, de ahí tomó un colectivo derecho de Retiro al Zoo, compró el pasaporte e ingresó. Primero los patos, después los osos, los elefantes, los leones, los monos, las jirafas. Cada animal emitía su sonido, y Ricardo lo escuchaba como si fuera música de la más bella naturaleza. No había nada más que eso, el ruido. O el silencio. A veces el ruido es silencio. A veces el silencio es ruido.
Llegó a la puerta de Libertador tras recorrer todo el predio. Feliz, encaró directo a la salida. Suspiró y se dijo: misión cumplida. Su don (o no don) se reducía solo a los perros. Cruzó la reja y justo, en ese instante, pasó por delante suyo un paseador de perros con 20 riendas.
El miedo invadió el cuerpo de Lechuga. Fue un momento que duró una eternidad, con la tensión de los momentos que duran eternidades. Los perros pasaron en silencio. Ricardo reaccionó de dos maneras. Primero río con alivio. Luego, se preguntó: "¿Por qué no habrán ladrado? ¿Me tendrán miedo ellos a mí porque saben que los entiendo?".
Corrió a Retiro, sacó el primer pasaje para su pueblito querido, llegó a la estación, bajó sin tapones en los oídos y suspiró aliviado cuando un perro sin raza le ladraba y le decía: "Bienvenido a casa".

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