lunes, 25 de mayo de 2009

Felicidad

La china del súper (¿en realidad será china, coreana, japonesa o de por ahí?) bosteza. Abre grande la boca y achina más sus ojos ya achinados por naturaleza.
-Treintacuatro setenta, me dice, mientras embolsa las gaseosas, las patitas de polo y el queso.
-¿Mucho sueño?
-Sí, sueño. Mucho. Por pescado. Cortando pescado.
-¿Pero acá no venden pescado?
-No, no, no. Vender no. Comer. Comer pescado.
-¿Y tanto cortaste?
-Sí, mucho pescado. Cansada. Mucho.
-¿Y por qué no comés carne?
-No, no, no. Carne no. Me gusta pescado. Pero cansada. Tomá vuelto.
La china, o coreana, o de donde sea, bosteza de nuevo. No la veo. Le escucho el bostezo. Sigo mi camino, aunque hay un tema que da vueltas en mi cabeza desde hace varios días, y que la china hizo que reapareciera. ¿Será feliz? ¿Le gustará trabajar 12 horas por día, todos los días, llegar a su casa y cortar pescado (mucho pescado)?
En realidad, la duda es otra: ¿Si es feliz, cuánto? Ese es el punto: ¿Cómo se mide la felicidad? ¿La china, con su vida previsible, es más feliz que el taxista de anoche, que filosofaba de la vida como si hubiese vivido en la Antigua Grecia? ¿Y si es la reencarnación de vaya uno a saber que pensador? Y entre la chica, y el taxista, ¿cómo me ubico?
Dicen, repiten, que lo importante es competir. No se trata de ganar siempre, enuncian los sabiondos de turno que supuestamente saben más que uno. Supuestamente. Pero es inevitable competir. Miro a la china y pienso en su felicidad. Miro al taxista y pienso en la suya. Y me miro a mi mismo, al de ayer, al de hoy, al de mañana, y pienso en la mía…

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