"¿Otra vez te desgarraste, boludo?". Tirado en el
banquito de la canchita del barrio, Dieguito escuchaba la pregunta burlona. Tenía ganas de
llorar. Muchas ganas de llorar. Tres desgarros en media año eran muchos. Que la
edad, que el cuidado, que las piernas… Que la vida.
"Vos tenés mucha suerte. No sé porque mierda nunca te
agarra ni media lesión, conchudo. Ni siquiera precalentás antes de jugar”. Cacho saco pecho y
se jactó: “Genética, papá. Soy un toro. Y hoy hice la mitad de los goles del
equipo, ¿viste? Sigo intacto, sólo un poco más lento. Un poquito, nada más".
La charla futbolera se fue apagando. Y en el
vocabulario masculino de la canchita del barrio, cuando no se habla de pelotas
se habla de minas. De los pies a la cabeza, como se recorre una mujer. De norte
a sur o de este a oeste. Describiendo cada uno de sus puntos cardinales sin
más brújula que el recuerdo magnificado de alguna batalla ganada. Recorriendo
sus curvas sin frenos, sin pausa, sin prisa.
"El otro día me comí una pendeja de 25. Así de linda.
Genética, papá". Y Cacho repite el ritual: recorre en palabras cada centímetro
de la muchacha de turno, para que sus oyentes cierren los ojos y se dejen llevar
por la descripción. Será que las mujeres son más bellas al imaginarlas. Igualito que nos pasa con la vida.
"Y boludo, ¿ahora cómo siguen?". "La invité al cine
mañana. Me tiene que mandar mensaje para arreglar", se jactó el que, por ese
día, era el rey de la canchita. Goles y minas, imposible destronar esa monarquía indestructible.
Mañana fue hoy. El amanecer se hizo mediodía, el
mediodía se hizo tarde, y la tarde se hizo noche. Cada ratito, mecánicamente, del bolsillo derecho de su pantalón, Cacho sacaba el celular y pispeaba. "¿Andará
bien esta mierda?", preguntaba a los cuatro vientos. Mientras, le contestaba
al diablito que le quemaba el oído, y le explicaba que no, que no iba a llamar
él, por eso del orgullo del hombre, que no hay que insistir, y que a las minitas les
gusta eso de la histeria masculina.
El celular, lleno de maldiciones, entró y salió del
bolsillo una docena de veces. Parecía hacer daño cuando volvía a su lugar como
en penitencia por el trabajo no cumplido. Era como un cuchillo que lastimaba la piel con ese roce. Y no pasó nada, Nada de nada. Sólo un mensaje en todo el día y que decía: “Hijo, ¿venís a comer mañana?”.
Al partido siguiente, Cacho llevaba dos goles en
diez minutos. Hermosos los dos. Era su mejor partido. Hasta que corrió una
pelota y sintió un pinchazo. Como un cuchillo que lastima la piel. “Desgarro”, fue el diagnóstico. Justo en el muslo
derecho.
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