“Lo lamento amigo. Es cáncer. Le quedan seis meses, tal vez
menos”.
Fue la peor docena de palabras que jamás escuchó en su vida.
Llegó a su monoambiente, bajó las persianas y no salió por una semana. No
contestó llamadas, ni chateó por facebook, ni fue al clásico fútbol más asado
de los jueves con sus amigos. A la única persona que vio en esos siete días fue
al chico del delivery: una grande de muza por almuerzo y otra por cena. “Tal
vez me mate el estómago antes que el páncreas”, pensó.
Al lunes siguiente Rubencito le tocó el timbre del portero
eléctrico. Nadie atendió. Esperó cinco minutos y cuando estaba por irse llegó
el muchacho con la moto y la pizza. Tocó dos timbres y escuchó: “Ahí bajo”. Era
la voz de su amigo. “Che, ¿qué piso tocaste?”. “Quinto A. Lo que pasa es que el
loco este nos pide que toquemos dos veces, como si fuese una clave secreta.
Sino, no atiende”.
Del fondo del pasillo se vio venir una imagen muy distinta
al hombre que solía pelearle a la vida en cada round: en pijama, barba tupida, pelo
revuelto. “¿Qué hacés, boludo? ¿Qué mierda
te pasa?”, atacó Rubencito. “Tomá, quedate con el vuelto negro. Vos Rubén subí
conmigo. Compartamos la grande”. Arriba, en la penumbra del monoambiente sin
luz, con olor a encierro en cada uno de sus rincones, Rubencito escuchó: “Es
cáncer. Me quedan seis meses, tal vez menos, me dijo ese maldito médico”.
Imposible cumplir con la promesa de no contárselo a nadie. A
los pocos días, Rubencito había desparramado la noticia entre los que tenían
que saberla. Muchos amigos tocaron dos veces su timbre, pero al bajar y verlos,
volvía a subir al ascensor. Cada día cambiaba la clave con los delivery: “Hoy
un cortito y dos largos”, fue el martes. “Hoy cuatro timbrazos”, fue el
miércoles. El viernes escuchó un timbre largo, una pausa, y dos cortitos, y respondió:
“Ahí bajo”.
Salió del ascensor, vio la moto en la vereda pero no al
muchacho. Abrió la puerta de calle y como una tromba vio una figura femenina
que, pizza en mano, se metía en el departamento sin darle lugar a ninguna
reacción. “Subamos que tenemos que hablar”. Le compartió media la pizza, aunque
ella sólo comió una porción. “Rubencito me llamó y me dijo todo. No lo culpes,
estuvo bien. Yo sé que me porté mal con vos. Sé que no terminamos bien. Pero
también sé que tuvimos momentos muy felices y que fuiste el gran amor de mi
vida. No quiero que estés así en lo que te queda. Te acompaño. Lo deseo de todo
corazón. Así que te afeito, te vestís y vamos al cine. Es una orden”.
Tardó un minuto en subir las cortinas, media hora en darle
una manito de limpieza al monoambiente y dos horas en afeitarlo y bañarlo. Tres
horas de cine, dos de cena en la parrilla de antes, la de aquellos viejos
buenos tiempos. Así todos los días, durante un mes. Hasta se animaron a tener
sexo de nuevo.
Dos meses después fueron juntos al médico. “¡Buenas
noticias! El cáncer avanzó, pero menos de lo esperado. Estas cosas son muy
psicológicas a veces. Acá parece que hay alguien que lo está ayudando, amigo. Tal
vez se estire un añito más. ¡Tal vez pasemos la Navidad juntos! ¡Siga así!”.
Salieron del consultorio y ella le mostró su mejor sonrisa. “¡Viste gordo,
viste! Luchemos juntos, se puede. Yo te ayudo. Siempre te voy a ayudar”. Esa
noche ella desechó la parrillita e invito al mejor restaurante del barrio. Se
acostaron juntos y abrazados. Mientras se dormía, la sonrisa no le cabía en su
cara de muñeca. El no pegó un ojo en toda la noche.
Por la mañana, ella despertó sola. “Gordo, ¿estás en el
baño?”. Nadie respondió. Lo llamó al celular, y escuchó el sonido en la mesita
de luz. Fue a la cocina y vio una nota. “Ya sabés: dicen que muchas veces las
enfermedades son psicológicas. Vos fuiste mi cáncer por muchos años. No me
dejaste vivir la vida como quería. Me ilusionaste y jugaste conmigo. Ahora
tengo otro cáncer. No pude vivir mi vida, quiero vivir mi muerte. No me busqués”.
Dos meses después lo encontraron sin vida en un
hotel de mala muerte de Mar del Plata. Justo el día de la Primavera.
Espectacular, desde donde se lo mire.
ResponderEliminarMe encantó.